[1] Horacio Bojorge (compilador) “Algunas cartas de Dimas Antuña” Gladius 14 (1997) Nº 40, pp. 115-132; Martina Spotorno “Cartas de Dimas Antuña a Juan Antonio Spotorno” Gladius 21 (2004) Nº 59, pp. 101-119
[2]“La Iglesia: Casa de Dios” Gladius nº 26 (Abril de 1993, pp. 57-80, “Carta a un escultor para hacer una imagen de San José” Gladius 10 (1993) Nº 28, pp. 73-79 donde puede verse en la página 74 una foto de Dimas Antuña joven; “El Misterio del Reino de Dios” Gladius 10 (1994) Nº 30 pp. 17-31; “El sacerdote” Gladius 10 (1994) Nº 31 pp. 43-52; “Beatus vir” (Himno en latín a San José y traducción castellana, con foto de Dimas adulto) Gladius 13 (1997) Nº 39 pp. 56-57“La unión con Dios en San Pablo” Gladius 17 (1999) Nº 46 pp. 117-132; “Mulier amicta Sole. Conferencia sobre la imagen de Nuestra Señora del Luján” Gladius 18 (2000) Nº 49 pp. 23-44 (Hay que advertir que esta conferencia aparece por error con el solo título de “El Testimonio” por el libro del que fue tomada); “El Bautismo” 20 (2003) Nº 56, pp. 11-30; “La Iglesia: Casa de Dios” Gladius nº 26 (Abril de 1993, pp. 57-80
[3]Dedicada a Miguel Ángel Etcheverrygaray
[4]Roque Raúl Aragón, La poesía religiosa argentina, Ediciones Culturales Argentinas, Subsecretaría de Cultura de la Secretaría de Estado de Cultura y Educación, Dirección General de Difusión Cultural, Colección Antologías, 1967, ver páginas 42-44 y 84-88
[5]Véase la monografía histórica de Isabel De Ruschi Crespo, “Criterio” un periodismo diferente. Génesis y fundación. Un respuesta católica al desafío de la prensa en la Argentina en la década de 1920. Ed Fundación Banco de Boston – Nuevohacer, Grupo editor latinoamericano, (Col. Temas) Buenos Aires 1998. La autora menciona a nuestro autor en el grupo fundador de Convivio en la página 90:
[6]El Testimonio (= T.) p. 11.
[7]T. p. 10
[8]Antología del Ensayo Uruguayo Contemporáneo, Universidad de la República, Dpto. de Publicaciones, Montevideo, Uruguay 1964 (Serie: Letras Uruguayas Nº 5) Tomo I, p.36.
[9]Antología de la Poesía Uruguaya Contemporánea, Universidad de la República, Dpto. de las Publicaciones, Montevideo, Uruguay 1964 (Serie Letras Nacionales Nº 9) Tomo II, pp.222.227.
[10]Así en su partida de Bautismo: Archivo Parroquial de N. Sra. de los Dolores (Dolores) Libro IX, folio 202. Fue bautizado por el Pbro. Ignacio Galarraga el 26 de enero de 1895, siendo sus padrinos Don Aurelio Podestá y su tía Ventura Gadea Casas.
[11]Don José Luis Antuña Barbot había tenido de su primer matrimonio con Agustina Segundo, tres hijas: Agustina, Ema y Elisa. Tras enviudar muy joven, se casó con doña María Gadea Casas, de la que tuvo cuatro hijos: 1) José Luis (Dimas), 2) Pedro José, 3) María del Carmen, 4) Mario Alberto. Don J.L.Antuña Barbot fue escribano y además muy activo en el periodismo nacional, primero en El Día y tras los sucesos de 1886 en La República.
[12]Su nombre figura en el libro de matrículas de dicho colegio, correspondiente a 1906-1911. Ingresó el 5 de marzo de 1907. Don Agustín Belloni, un cuñado de su madre, figura allí como el responsable del niño en Montevideo. Pero en los años siguientes su familia viene a la Capital. El nombre de José Luis Antuña figura en los folios 72, 128 y 138 del libro de matrículas, bajo los números 39, 437 y 8 respectivamente.
[13]Libro de distribución de Premios del Colegio de la Sagrada Familia. Años 1910 (págs. 79-81). Hay allí fotografías de grupos en los cuales figura el joven Antuña. En la pág. 81 del libro de 1911 su retrato de cuerpo ocupa toda la página. En el Programa de Actos y Festejos que acompañaron la distribución de premios, Antuña, el mejor alumno de su promoción pronuncia un monólogo: Porqué las Señoras hablan más que los hombres.
[14]Existe una serie de cartas de Carlos Sáenz a Dimas Antuña, que nos auguramos se puedan publicar pronto en Gladius.
[15]Esta revista es interesante pero difícil de encontrar en nuestro medio. Hemos visto un ejemplar en el Archivo familiar. Tenía su sede en Alsina 884-890. Su director fue Julio Fingerit. A partir del Nº 8 se retiró y la revista siguió sin director. Secretarios eran Tomás de Lara e Ignacio Anzóategui. Administrador: José Garrido. Redactores: Emiliano Aguirre, Dimas Antuña, Juan Antonio, Héctor Basaldúa, Tomás Casares, Rómulo D. Carbia, Víctor Delhez, Osvaldo H. Dondo, Miguel Angel Etcheverrygaray, Manuel Gálvez, José M. Garciarena, Rafael Jijena Sánchez, Mario Mendióroz, Emiliano Mc Donagh, Ernesto Palacio, Alberto Prebisch, César E. Pico, Carlos A. Sáenz. La revista se publicó ininterrumpidamente desde enero de 1930 hasta diciembre de 1931, con un total de 24 números. El formato es de 37 x 27 cms. Cada volumen tiene paginación anual corrida. En la lista de redactores hemos subrayado los nombres de los que –según nos dicen- fueron más amigos de Antuña. Varios de los redactores iban a pasar luego a ocupar posiciones políticas.
[16]Excepto Israel contra el Angel todos sus libros aparecen con Imprimatur. Véase a este propósito T. pág. 11.
[17]Vida de San José (=VSJ) pp. 11-14
[18]Israel contra el Angel (=IA) p. 60 ss. Pensamos que se trata de una obra de Kant. En una conferencia se refirió a la crisis interior que le produjo su encuentro con Kant y cómo la superó, siendo el punto de partida de sus estudios de teología, liturgia e historia del cristianismo.
[19]IA. P. 61, el subrayado es nuestro.
[26]T. Págs. 23-24
[27]T. Págs. 25-26
[28]Mon Brésil, está fechado en Río de Janeiro, en Julio de 1938. Esta cita está en El Testimonio en la p. 130.
[29]T. Págs. 259-283. Nuestra cita en p. 259
[31]Tomado del Discurso en honor de San Juan de la Cruz para celebrar el IV Centenario de su nacimiento, pronunciado por el autor en la sede de los Cursos de Cultura Católica de Buenos Aires, el día 9 de setiembre de 1942. El Testimonio, Páginas 134-163.El pasaje citado en las páginas 148-149
EN EL CATOLICISMO URUGUAYO
VIDA Y OBRA DE HORACIO TERRA AROCENA
Horacio Bojorge S.J.
Publicada como artículo en la revista Gladius (Buenos Aires) Año 18, Pascua de 2011, Nº 50, Págs. 135-154
Queridos Amigos y Hermanos en la Fe:
Hablar en este hogar del pensamiento de los católicos uruguayos que es el Club Católico de Montevideo, es para mí, siempre, una experiencia espiritual, sobrecogedora y consoladora.
Sobrecogedora, por ocupar, no sin alguna confusión, una cátedra que ocuparon tantos católicos ilustres y beneméritos. Medir esa distancia, de la que soy muy consciente, me cohibiría, si no me confortara y consolara otro pensamiento, o otro sentimiento: el de la acogida de esta comunión católica de los vivos y difuntos, que me hace sentirme perteneciente a este único nosotros con hombres como Francisco Bauzá, Juan Zorrilla de San Martín, José Luis (Dimas) Antuña y tantos otros. Ellos fueron grandes a lo cristiano, no a lo mundano. No grandes en el culto de la propia excelencia, sino que se agigantaron en servicio de Cristo y de la Iglesia. Grandes en el amor a los pequeños.
Mi pertenencia gratuita a ese nosotros de la gran familia eclesial, se me hace particularmente concreta y perceptible en este ambiente del Club Católico, casa solariega de nuestro catolicismo uruguayo.
Nos reúne hoy la recordación de Don Horacio Terra Arocena en el centenario de su nacimiento, un 6 de mayo de 1984, día que era el tercer aniversario del nacimiento para el cielo del Venerable Monseñor Jacinto Vera.
Quizás muchos de los aquí presentes lo hayan conocido más a fondo y lo hayan tratado más prolongada y asiduamente que yo; y tendrían, por eso mismo, muchas más cosas que contar y recordar, para hacer justicia a su memoria y para reconocer el don de Dios que fue para nuestra comunión eclesial uruguaya.
No es difícil que así sea, porque yo lo vi y conversé con él una sola vez en mi vida. Y a la recordación de esa visita, de sus motivos y de sus circunstancias, se ceñirá mi recordación de hoy.
Sería, en efecto, atrevimiento y temeridad de mi parte, pretender hacer plena justicia a la figura multifacética de este Arquitecto que fue, además, docente, periodista, diputado, senador, estadista, escritor.
Me limito a resumir aquí su curriculum vitae.
Horacio Terra Arocena nació en Montevideo el 6 de mayo de 1885 [ ]. Se recibió de arquitecto en 1918 y ejerció su profesión hasta 1966. De su matrimonio con Da. Margarita Gallinal tuvo siete hijos y numerosos nietos [ ].
1) Su actividad docente la ejerció durante 24 años, desde 1918 hasta 1942, como profesor de la cátedra de Estática Gráfica en la Facultad de Arquitectura. Fue miembro del Consejo de la Facultad durante tres períodos. Participó en el intercambio de profesores con la Universidad del Litoral (Rosario, República Argentina) en 1941. Enseñó también, aunque durante menos tiempo, en Enseñanza Secundaria. Fue allí profesor de Filosofía en los cursos del Segundo Ciclo de Secundaria, conocidos como Preparatorios (a la Universidad) de 1939 a 1942, y de Cultura Moral en el primer ciclo de Secundaria en 1937 y 1938.
2) Su actividad como hombre público puede resumirse en cuatro facetas: a) el periodista, como co-director del diario católico El Bien Público en el quinquenio 1932-1937 y como director de la revista Tribuna Católica durante dos períodos;
b) el político, como militante en la Unión Cívica;
c) el estadista, como diputado por su partido desde 1942 a 1955 y como Senador en 1958; son veinte años de servicios parlamentarios;
d) el técnico, al servicio del bien común, como presidente del Instituto Nacional de Viviendas Económicas (INVE) en el quinquenio 1967-1972.
3) Su actividad de escritor: Publicó varios folletos conteniendo conferencias o ensayos sobre Estética, sobre Libertad de Enseñanza y de Informes Parlamentarios. También publicó artículos y trabajos en diversas revistas y periódicos.
Son de destacar como trabajos mayores: su libro Integración en el Tiempo [ ] que fue premiado en la categoría Ensayos Estéticos y Literarios y contiene páginas de pensamiento filosófico, reflexiones de estética, páginas universitarias, posiciones de militancia y memorias de los que partieron.
Publicó luego El Planeta Arreit [ ], una utopía o novela de ciencia ficción. Con ocasión de este libro trabé conocimiento con él.
Dejó inédita una obra de teología titulada Prólogo a la Cantata de los Coros Angélicos. A estas dos últimas obras volveré a referirme más adelante.
4) Reconocimientos: El reconocimiento nacional e internacional como profesional y como hombre público y de Iglesia se reflejó en las siguientes distinciones y reconocimientos: fue Presidente del Congreso Internacional de Pax Romana celebrado en Montevideo en 1962; Caballero de la Orden de San Gregorio Magno; Miembro Académico de la Facultad de Arquitectura de Valparaíso, Chile; Socio Honorario de la Sociedad Central de Arquitectos de Buenos Aires.
Voy a recordar mi encuentro con Dn. Horacio Terra Arocena y en ese marco del recuerdo me referiré a tres escritos suyos: 1) su libro El Planeta Arreit, que motivó nuestro encuentro y un breve intercambio epistolar; 2) su inédita Carta a mis amigos católicos militantes, y por fin 3) su también inédito Prólogo a la Cantata de los Coros Angélicos.
El Planeta Arreit es una utopía; la Carta a los amigos es una profecía, una visión teológica de la historia; el Prólogo a la Cantata de los Coros Angélicos es una theoria, o contemplación del misterio de Dios y de su creación invisible y visible, revelado a los hombres. Es por la conjunción de estos tres rasgos que definimos el espíritu apocalíptico de los autores bíblicos y por lo que afirmamos, seguramente para desconcierto de muchos, que nuestro Horacio Terra Arocena, es un espíritu apocalíptico dentro del catolicismo uruguayo.
La búsqueda de la Unidad
Un aliento común anima a estas tres obras: la aspiración de conocerlo y abrazarlo todo en la unidad, sin sacrificar la diversidad. Es lo que dice el título de su primer libro Integración en el tiempo, al que no nos podemos referir aquí sino circunstancialmente, pero donde están expresados los núcleos fermentales de Horacio Terra Arocena como pensador católico. "Integración en el tiempo" dice, en efecto, el deseo de unir e integrarlo todo: Mundo, Iglesia y Dios. Pero por tener que darse "en el tiempo", que todo lo disgrega, esa integración debe lograrse con una argamasa de eternidad. Véase el pasaje de Integración en el tiempo titulado Ser y Unidad, de donde quiero extraer algunos pensamientos que son claves para entender a nuestro pensador:
"Lo que es en la dispersión y en la incoherencia, es incognoscible. Así como el yo es uno y coherente, es decir integrado con todo su contenido y su posesión y con todos los pasos sucesivos de su desarrollo en el tiempo, así es capaz él de reconocer la unidad de todo aquello que coordina en el ser, la multiplicidad, sin dispersión ni ruptura [...] Para un conocimiento infinito y perfecto, todo aparecería en el esplendor del Ser. Todo cuanto es, aparecería en una sola unidad asimilable, pero a la vez inmensamente rica y variada. Aparecería en la claridad de lo bello. Como por la capacidad de una sola visión [...] No chocan entre sí las clásicas definiciones de lo bello: "Esplendor de la unidad", "esplendor de la forma", "esplendor del ser", "esplendor de la verdad". Todas descubren el mismo secreto: lo que es, es bello objetivamente en la medida en que es, y para quien es capaz de ver en cada cosa la unidad armónica de todo cuanto es [cursivas nuestras], en cada una contempla el esplendor del Ser infinito. El Verbo mismo de Dios es el esplendor de su Ser: es su propia infinita Sabiduría [...] Está en la esencia del hombre tender a desenvolverse en el conocimiento de lo que es, y amarlo en la verdad ['Splendor Veritatis', dirá años después Juan Pablo II en su Encíclica]. Gozarlo también en la contemplación: con un gozo vital, dinámico y comunicativo que es vínculo social con los demás hombres. Pero la verdad y la forma esplenden aquí y allá trabajosamente en la condición del tiempo [...] no todo aparece bello a nuestros ojos, mezclados como están en la limitación del tiempo, el ser y la carencia. Pero de pronto surge la claridad deslumbradora de lo múltiple en el seno de lo uno [...] nos debatimos sobre este mundo en la multiplicidad y en la contradicción. Nuestro desarrollo está envuelto en la lucha por la unidad, por la asimilación del ser en el conocimiento [...] vislumbramos la Belleza infinita en la que puede contemplarse en la Unidad no sólo esta diversidad, enigmática todavía, del mundo Creado; sino la riqueza sin límites del Ser increado, uno y trino. Y en El todas las cosas" [ ].
Los escritos que voy a presentar, en efecto, se comprenden mejor teniendo en cuenta que en las obras de esta arquitecto, respira ese impulso, esa aspiración, tan católica y tan arquitectónica, de abrazarlo todo en la unidad, sin sacrificar la diversidad; y esa percepción estética de la Verdad del Ser, contemplada en su Unidad.
Es la misma intuición que dirige la Estética-Teológica y la Teodramática de Hans Urs von Balthasar. ¿Casualidad? Descartado el influjo, por imposible, pienso que simplemente se trata de un mismo aire de familia. Jugos que suben de las mismas raíces de la tradición católica, insinuaciones del Espíritu a los fieles de un mismo siglo.
A modo de hipótesis que me gustaría compulsase algún historiador, me pregunto si Horacio Terra Arocena no fue discípulo de Juan Zorrilla de San Martín, que, como es sabido, enseñó largos años Estética en la Universidad.
El afán de integración que gobierna la obra del Arquitecto, no es afán de integrismo, precisamente porque salvaguarda la totalidad y la diversidad a la vez. El integrismo consiste en cultivar la integridad de una parte, de un partido, perdiendo de vista el todo y a costa del bien común. La integridad es la aspiración católica [ ]. Y la hermosa totalidad se decía: kosmos. El de Terra es, en ese sentido, un espíritu arquitectónicamente católico, cosméticamente filosófico y teológico, como lo son el de San Agustín, el del Dante, el de Santo Tomas de Aquino y, a su manera, los de Santo Tomás Moro y G.K. Chesterton, de todos los cuales, Horacio Terra Arocena parece haber recibido el influjo. En los grandes y en los pequeños, desde Jesús hasta nosotros, el mismo aire de familia espiritual.
Por eso me aventuro a suponer que, si Horacio Terra Arocena no hubiera integrado en su vida la acción cívica con su servicio político y profesional, y si se hubiese dedicado exclusivamente a escribir y enseñar, habría podido dejar realizada una Summa Arquitectónica del saber, una Estética filosófico-teológica, que dejó sólo esbozada en aras, precisamente, de una mayor integración vital del pensamiento con la acción. El suyo fue un espíritu que aspiró a la unidad y la realizó realizándose a sí mismo en una hermosa historia de santidad personal.
Los tres escritos a que voy a referirme, bien podrían considerarse como fragmentos de esa Summa nunca escrita. Y por eso, para apreciarlos justamente, convenía anteponer esta algo extensa introducción contextualizadora.
Mi encuentro con el Planeta Arreit fue casual. Lo vi en una vidriera de una sucursal de la Librería Barreiro, en el Paso Molino. Lo compré y empecé a leerlo. La obra me llamó poderosamente la atención. Al tiempo, la vi anunciada en el suplemento del diario El Día [ ], como novedad, por una nota brevísima. Por lo demás, silencio. Me dolió que se espesara alrededor de una obra y de un autor que merecían atención, el mismo silencio de la ignorancia, culpable o fingida que caía sobre todo lo que no se alineaba en la consignática político-religiosa o religioso-política del momento. En medio del ninguneo general que aún no me había alcanzado del todo a mí, me decidí a hablar. Tras golpear varias puertas en vano, logré que se publicara mi reseña en el órgano de la Iglesia uruguaya Vida Pastoral [ ], gracias a la acogida que generosamente le daba en ella a mis escritos su director el Pbro. Dr. Gregorio Ribero Ithurralde.
Inserto aquí esa reseña, aparecida con el título: Astronauta Uruguayo, porque sigo encontrándola una buena presentación de la obra.
"Este libro - nos dice su autor - no es una novela ni un ensayo" ¿Qué es? Es Utopía, envuelta en un ropaje de ciencia-ficción. Género exótico para el público lector uruguayo. Este libro del compatriota, urbanista y arquitecto, llegado a la libertad de la madurez, cautiva y hace pensar. Toma distancia de la Tierra para verla mejor. Se traslada a otro mundo para darnos la perspectiva del nuestro; busca "un cambio radical de perspectiva para contemplar el mundo".
Por primera vez - que sepamos - en los anales de la literatura uruguaya nos visita este género. Y lo hace en una obra de profundo aliento humano, que integra nuestro ser nacional y nuestra coyuntura temporal en una arquitectura universalista.
"Debo comunicar a Uds. que existe otro planeta [= Arreit] en un recorrido orbital que se confunde con el de la Tierra; pero situado al lado opuesto, con respecto al Sol. Invisible desde nuestra posición terrena, e inalcanzable por las trasmisiones, a causa del Sol mismo"
Tres astronautas vuelven a la tierra con esta noticia, tras haber convivido con los habitantes humanos del planeta Arreit. De sus informes se desprende una comparación de aquella sociedad planetaria - en la cual han experimentado hace quinientos años las situaciones que hoy se están dando en el gemelo planeta Tierra - con nuestra sociedad terrena tal como hoy es.
Esta es la ingeniosa trama argumental de esta utopía uruguaya. La dedicatoria del libro a Tomás Moro, el mártir (1478-1535) y autor de Utopía; y una referencia en el prólogo a Gilbert K. Chesterton, el humorista católico inglés (1874-1936) y en particular a su obra El Hombre que fue Jueves, ubican espiritualmente la actitud de Terra Arocena en relación con las coordenadas de la seriedad del testigo, por un lado, y la cordura del humorista por el otro. Los que miramos el teatro del mundo solemos inclinarnos al extremo de sobre dramatizar o al de banalizar las situaciones. No es sabiduría frecuente la de sortear las simplificaciones que se crispan en el todo o nada, en la presunción o la desesperación, en la temeridad o la cobardía, en la agitación o la inercia, en el dogmatismo o el nihilismo. Hacerlo y conservar el buen humor, como Tomás Moro bromeando caritativamente con el verdugo para aliviarle el trance amargo, es ya la elegancia del sabio, que por sabiduría elige el martirio.
Terra Arocena, nacido en 1894, tiene seis años más que nuestro siglo. No teme llamarse viejo y reconocer que, retirado de las luchas de la vida pública, ya no actúa sobre la superficie de la tierra, donde otras generaciones han tomado la posta de la acción y se agitan en la trepidación pasional de los caminos, salvando obstáculos y reconociendo encrucijadas [ ]. Pero desde su edad, como desde una órbita espacial privilegiada en la que disfruta de ingravidez y de silencio, se siente libre. Su edad le ofrece la oportunidad de desarrollar una reflexión personalísima, liberada de coacciones vecinales y de normas gregarias, de opciones partidarias y de prejuicios fanáticos. Desde su perspectiva cósmica, los obstáculos geográficos del mapamundi social, obstáculos que parecen insuperables y divisorios al que pisa la tierra de la acción inmediata, pierden entidad de barreras insalvables. Su órbita, afectuosamente aceptada y asumida, abre las de sus ojos interiores para la imaginación. Imaginación literaria en primer lugar, pero también imaginación creadora para todas las dimensiones de la vida humana, individual y colectiva. El Arquitecto crece, por este ejercicio de imaginación, a la dimensión de Proyectista, no ya de una casa, sino de una ciudad y de un mundo entero. Es la ciudad humana en su integridad: desde el diseño urbano hasta la raíz funcional - hundida en el alma del hombre como ser que habita [ ]- la que debe gobernar su plasmación geométrica. Desde su órbita, el proyectista Terra Arocena, acomete alegremente [ ] la tarea de soñar y dibujar la Humanidad futura, tal como podría ser, libre de las ataduras de sus errores. Con minucia amorosa, sueña una casa para la Humanidad y puebla su edificio con una familia humana. No escapa a su atención ni el ornamento vegetal, ni el animal doméstico. Robinson de un naufragio de guerras atómicas, la Humanidad del planeta Arreit le da ocasión a Terra Arocena para ofrecernos - como un nuevo De Foe y superando al maestro de nuestra imaginación infantil - el deleite de un gigantesco inventario. La alimentación, el mobiliario, la división del día y del calendario - donde Terra Arocena se detiene con el deleite del Hombre que calculaba -; los efectos que se siguen en Arreit de la carencia de un satélite como la luna, forman la trama amena, llena de sorpresas, de este viaje orbital.
Este sería un subtítulo apropiado que Terra Arocena bien podría haber dado a su libro. El mundo soñado por el autor está poblado por hombres que han vivido los mismos problemas en los que hoy vive y se debate el hombre sobre la Tierra. Los tres astronautas terrenos: un inglés, un francés y un alemán de origen y educación pero uruguayo de nacimiento, confrontan sus experiencias en vivaces diálogos con sus huéspedes arreitianos. En Arreit se recuerdan como victorias históricas: la superación de los nacionalismos (pues vive en un estado de dimensión planetaria, que respeta sin embargo las autonomías locales); la superación de problemas como el control de la población; la emancipación de la mujer; la distribución de los bienes y servicios; los abusos del poder económico... Otros temas que no escapan a la perspicacia del autor, lo muestran estadista experto, pensador profundo y ameno, un verdadero filósofo de la cultura, capaz de disertar sin divagaciones sobre educación, deportes, arte, astronomía y derecho.
A la edad del autor, los grandes hombres interpelan al mundo dedicándose a escribir sus Memorias. Sus despedidas son legados en los que se combina el pasado con la autobiografía y el autorretrato, y que pueden ubicarse a media distancia entre el epitafio y el monumento póstumo. Las Memorias miran hacia atrás y hacia lo que vivieron. Nada semejante en el libro de Terra Arocena. Todo lo que nos dice de sí mismo se agota en las solapas y en el prólogo: breve notas biográficas que nos recuerdan las - también breves -biografías de los profetas bíblicos. Y, si en algo traslucen sus recuerdos, es sólo - transpolados - en una mirada profética, estructuradora del futuro, en la que se mantiene vivo y se agiganta un fuego de interés por el mundo y todo lo humano, en que el autor logra decirse con la superior nobleza de los que no aspiran a decirse a sí mismos.
Sello de superior genialidad que obtiene - por añadidura - también aquellas cosas que no busca, esta obra refleja un desapego altruista no fingido, una cualidad literaria lograda sin buscarla, y una espontaneidad de niño que juega, en el desborde lúdico de quien, sin asustarse, se reconoce viejo y aprovecha las ventajas de serlo.
Terra Arocena nombra a Moro y a Chesterton. Son sólo dos nombres de una tradición espiritual que hunde sus raíces muy hondo en la cultura. En el fondo, muy en el fondo, Arreit se alimenta de jugos juaninos y agustinianos. Sin saltos al pasado, sin copiar modelos, reproduce los rasgos y despide el aroma de viejos arquetipos: la Jerusalén celestial y la Ciudad de Dios. Sabores de sueños de consuelo para épocas que tenían en la boca el sabor salado de las lágrimas. Las grandes utopías cristianas fueron concebidas así: del connubio entre las catástrofes históricas y la esperanza del creyente. La Jerusalén celestial del Apocalipsis le sueña un Juan prisionero en Patmos, víctima él también de la convulsión anticristiana del Imperio, desatada tras el infausto incendio de Roma. La Ciudad de Dios, la escribe el Agustín de Hipona como reacción a la irrupción y saqueo de Roma, cuando la ola de barbarie amenazaba con barrer los restos del Imperio romano y de su civilización. En aquellas angustiosas calamidades públicas, un coro de voces se alzaba para recriminar a los cristianos y hacerlos responsables de los males del Imperio. Calumniosa manía, también arquetípica, y destinada a rebrotar mil veces a lo largo de la historia. Acusación absurda y sin embargo cautivante, no desprovista de seducción hipnótica hasta para los mismos incriminados. Las utopías fueron la respuesta del pensamiento cristiano a las falaces acusaciones históricas, a la vez que consuelo y robustecimiento de los creyentes claudicantes, acobardados por la hostilidad externa y por la incertidumbre interior.
Calamidad histórica y esperanza cristiana; emplazamiento y autodefensa; he ahí el marco en que el género de la utopía, como subgénero de la apocalíptica, encuentra medio propicio para germinar y florecer. Ese género desdramatizador de catástrofes, que mantiene la fe en un futuro entre gentes que sólo ven llegar el fin, nos disuade de ritualizar el exorcismo de los males matando chivos emisarios, sino abriendo los ojos para entrever el remedio. Con ese género está emparentado - nos parece - este libro "didáctico" del sabio compatriota.
La serenidad tiene futuro
Hay obras que se popularizan por la exasperación de un rasgo, por algún nuevo grito, más raro o más estridente, por la caricatura o la sobreacentuación de situaciones. La fabricación de los best-seller sabe bien qué dosificación de ingredientes: dinero, sexo, violencia, éxito fácil, etc. se necesita para lograr una obra "salidora". La política comercial de las editoriales se beneficia con el éxito de fuego de artificio, rápido y deslumbrante, aún a costa de la fugacidad.
Pero aún si es difícil predecir el destino de este libro - "habent sua fata libelli" - compartimos la previsión que el autor aventura en su prólogo: es posible que este libro no sea de los de éxito inmediato, pero aunque ahora no haya muchos oídos capaces de escucharlo, mantendrá su interés para un futuro. Un futuro - en nuestra opinión - ya cercano.
Hasta aquí el texto de mi reseña en Vida Pastoral.
Esta reseña dio motivo a un breve intercambio de cartas y al poco tiempo a la visita, antes referida, del autor a nuestra casa del Prado. Al poco tiempo de publicada la reseña, recibí la siguiente carta del autor:
R.P. Horacio Bojorge S.J.
Estimado Padre:
Manos amigas me han hecho llegar en estos días, un ejemplar de "Vida Pastoral" (Nov-Dic de 1977).
Con sorpresa y con agradecimiento, leo en él una cuidada nota bibliográfica sobre mi libro "El Planeta Arreit", firmada por Ud.
Sorpresa - digo - porque, efectivamente, escribí para algún desconocido, alejado en el tiempo futuro, como quien deja un testimonio de los anhelos y esperanzas de un viejo de este tiempo; sabiendo bien que, a pesar de su "pacotilla" de novela, tendría la obra pocos interesados en estas horas de profunda crisis [cursivas mías]; en este "tournant de l'Histoire", que dirían los franceses. Y por lo mismo, yo vi a mi planeta deslizarse en el silencio...
Y agradecimiento, por su paciencia en leer entero un libro que yo sé pesado, y que muchos lectores abandonaron en las primeras etapas. Pero sobre todo, por la generosidad de dedicarle un comentario con su firma: un comentario en el que incluye juicios de una generosidad tal que me confunden.
Mil gracias, pues, y cuénteme a sus órdenes como servidor y amigo.
Lo saluda cordialmente [Fdo:] Horacio Terra Arocena
Muy amado de mi Señor y mío:
Acuso recibo de su atenta del 18 de este mes. Me llega hoy, lunes de Pascua, y aunque no es carta que pida respuesta pienso que tampoco es de las que la excluye. Por lo menos una breve, para decirle que me ha llegado. Y quizás también para reiterarle aquí las gracias por su libro, que veo como un regalo del Señor para nuestra Iglesia y signo de su predilección por Ud. para haberle elegido como canal de esa gracia. Y como los que Dios distingue han de ser distinguidos por mí... ahí van algunas líneas más.
Deseo ante todo que haya sabido y podido decelar algunas faltas del linotipista, aquí y allá, que me hacen decir lo que no dije.
Creo que su libro es de lo más grande y sustancial que hayan producido últimamente nuestras exangües letras católicas. Sin agraviar a los que pueda haber y yo ignoro. O a los que debe haber sin duda inéditos. Señalarlo, sobre todo viendo que el silencio de otros más cualificados amenazaba ser definitivo, me pareció necesidad de justicia. Envié la nota a La Mañana, unos meses después de que el Suplemento de Huecograbado de El Día (!) señaló la obra. Tras aguardar en vano, la dí al P. Gregorio Ribero, que la publicó inmediatamente. A él las gracias también, por lo tanto.
No sólo lo considero grande y sustancial, sino también - y por eso me extraña el silencio - sumamente testimonial, por no decir comprometido [ ]. En medio de su estilo fantástico es lo más realístico que haya producido El Laicado pronunciándose sobre las Realidades temporales. Pero quizás no sea lástima sino suerte que haya escapado a la atención y a los honores de los que gritan.
En cuanto a que sea pesado de leer, es juicio relativo y puede volverse en honor de la obra según se considere el hombre al que le resulte pesado. Por otra parte, ni las Confesiones, ni la Ciudad de Dios, ni la Utopía, ni siquiera el amenísimo Chesterton se lee sin un cierto esfuerzo. Leer pudo ser fácil, a fuerza de hábito y prebendas que la sociedad de otros tiempos concedía a lectores y lecturas. Hoy no lo es más. Con la mano sobre el corazón me digo que el admirado Don Quijote no me ha entregado sus deleites sin una buena dosis de ascesis.
Quizás haya que revisar la convicción - y ver si no es superchería mítica - de que un buen libro es aquél que todos leen con agrado. Quizás sea más cierto que el buen libro es el que tiene algo bueno que decir, al que se toma el trabajo de escucharlo. Ni más ni menos que el buen maestro, corrijo: Maestro.
El suyo me parece un libro que pueden leer con provecho los inteligentes. Y pienso sobre todo en los no creyentes de nuestra patria. Quizás su libro no le ha sido dado a nuestra Iglesia para convertir multitudes... pero sería bastante que lograra desmontar a un buen Pablo criollo, para hacerse digno de mención en el Libro de la Vida. Como el Ananías de Damasco. En las cosas de Dios, hace más la piedrita lanzada con tino por el pastor David, que toda la impedimenta del ejército de Israel. Y su libro está pulido como guijarro del torrente. Sólo las aguas de una vida cristiana como la suya son capaces de rodar un canto de esos. Queda en las manos y en la honda del Hijo de David, elegir el blanco y hacer puntería donde el Padre quiera.
Pero de eso podremos hablar un día, cuando - por la divina misericordia - nos encontremos juntos en la Patria, contemplando el misterio de los designios providenciales del que nos amó. Sea pues hasta que el Señor nos depare un encuentro, sea aquí, sea Allá. En unión de fe y oraciones [Fdo:] Horacio Bojorge S.J.
En esa entrevista, que tuvo lugar en abril del 78, me obsequió un ejemplar dedicado de su libro Integración en el Tiempo.
Esta carta se presente como "una confidencia vespertina" y como "reflexiones sugeridas por los silencios que rodean mi vejez, mientras la vida de la acción se aleja de mí". La carta, desgraciadamente, no lleva fecha.
Esta Carta a mis amigos católicos militantes (laicos) es un escrito profético, si entendemos el género profético como la interpretación creyente de la historia. La tesis del escrito se enuncia inmediatamente:
Las consecuencias, para una civilización apóstata, de apartarse del evangelio que conoció, se describen en dos páginas que terminan con esta frase que, de alguna manera, las resume:
"...la civilización materialista que mueve a la sensualidad y el orgullo no podrá alcanzar nunca una verdadera socialidad de personas libres. Fracasará: hará una colectividad forzada, apoyada en la ignorancia de los derechos y de los valores humanos. O ella misma sucumbirá en la anarquía y la barbarie".
"unos ven un ceder terreno ante el adversario; otros, exagerando más, una invitación a confundirse con sus prácticas y errores. Y éstos y aquéllos están equivocados, dan lugar también a reacciones equivocadas [...] importa mucho, me parece, depurarnos de estos errores y seguir las directivas claras y auténticas del Concilio - no las imaginarias -así como los repetidos esclarecimientos del Pontífice".
Es una nueva actitud de los fieles, "caracterizados por la libertad de espíritu respecto de las ataduras de la civilización temporal. Pero, sobre todo, una fidelidad al mensaje Evangélico, sin ninguna suerte de mutilaciones complacientes con la presión del ambiente". Como se ve: "Es siempre una milicia, tanto más enérgica cuanto más difícil".
Y Terra termina su carta refutando como falsa la acusación de "ghetto", acuñada entre otros por el jesuita Juan Luis Segundo, que en sus días se arrojaba indiscriminadamente sobre el pasado del catolicismo uruguayo e injuriaba particularmente a su generación: "Tampoco fue un ghetto, la presencia de la Iglesia en medio de la crisis, desde un siglo a acá, como algunos por ignorancia lo afirman. La vivimos como una gran presencia militante, sin ánimo de ghetto ni de hostilidad humana".
Quiero por fin referirme a la obra inédita: Prólogo a la Cantata de los Coros Angélicos.
El manuscrito de esta obra, hoy aún inédita, se lo entregó Horacio Terra Arocena al padre jesuita Daniel Gil Zorrilla, hoy obispo de Salto Oriental, en 1977. Este hizo sacar tres copias a máquina y nos entregó una al P. Eduardo Rodríguez, que iba a fallecer en forma trágica poco después; otra al Pbro. Dr. Miguel Antonio Barriola que hoy vive en Córdoba y otra a mí: "Con la esperanza - decía - de que logren hacerse tiempo como para hojearla".
El Padre Gil había comprobado que las copias que había mandado hacer "están plagadas de errores de transcripción" y nos decía al entregarnos las copias: "tuve la idea de corregir las copias, confrontándolas con el original; pero me resultó imposible, y por eso he perdido tanto tiempo. Mejor reparto las copias tal cual están, si alguno quiere confrontar el original, está a su disposición, lo tengo en mi cuarto". La pregunta que el P. Gil nos hacía al final de su carta era ésta: "¿podría intentar publicar esta obra teológica de un laico reconocidamente fiel de nuestra Iglesia? Espero conversar más adelante con cada uno. Por ahora, dejando el tomo copiado de 240 páginas a máquina, veremos qué pasa con cada uno de los posibles lectores. ¡Hasta pronto!".
Lo que pasó fue que, siete años después, en noviembre de 1985, y siendo ya Monseñor Gil obispo de Tacuarembó, me encargué yo de colacionar una de las copias a máquina confrontándolas cuidadosamente con el original manuscrito y corrigiéndola como para la imprenta. Me quedaron por ubicar sólo algunas citas bíblicas y patrísticas de difícil identificación.
En 1992, pasados otros siete años, siendo ya Monseñor Gil obispo de Salto, saqué fotocopia de la copia a máquina corregida por mí, temiendo que pudiera perderse junto con el manuscrito y apostando a multiplicar las copias. Siempre consideré confidencial este asunto, por pura discreción cautelar de simple secretario en todo él, exceptuando algunas personas, familiares de Horacio Terra Arocena, como han sido su hija Margarita y su sobrino Aurelio Terra.
¿De qué trata este libro inédito?
Voy a limitarme aquí, ceñido por el tiempo, a reproducir unas notas de lectura que fui escribiendo mientras colacionaba el manuscrito con la copia mecanografiada.
1?) Hay que subrayar que se trata de un laico, teólogo pero político a la vez y de un hombre entendido en Derechos Humanos. Esta obra apunta a un público que e desentiende de la teología como intrascendente por teórica, señalándole que ella está en el corazón de la realidad. Y señalándoselo con el ejemplo de un teólogo que era a su vez, como se suele decir: un laico comprometido con las realidades temporales.
No puedo dejar de señalar aquí, de paso, un hecho que observo en la historia del catolicismo uruguayo y que me llena de agradecimiento y asombro. El catolicismo uruguayo ha sido bendecido particularmente con grandes teólogos laicos. Me aventuro a opinar que hay entre nosotros casi tantos o más teólogos laicos que clérigos. Porque si bien no hay que negar que tuvimos siempre obispos y sacerdotes teológicamente bien formados y conocedores de la teología católica, ha habido entre nosotros laicos numerosos que pensaron su fe y su situación en el mundo desde la fe -y esa es también teología y si se quiere eximia- con verdadera genialidad histórica y teológica.
En Francisco Bauzá tenemos un eximio historiador y apologista. En Juan Zorrilla de San Martín un teólogo de la historia, un profeta que explora el designio divino en el origen de nuestra raza, de nuestra patria, tanto en su origen como en su destino dentro del orden internacional. Sus obras: Tabaré, La Epopeya de Artigas, El Sermón de la Paz, son obras en las que hay una visión de fe pensada con profundidad y clarividencia, y expresada con poesía y una prosa vigorosa y sublime.
En José Luis (Dimas) Antuña, tenemos un mistagogo, enamorado de la liturgia, un teólogo de los símbolos sacros y de los sacramentos, un sabio intérprete del lenguaje de las imágenes sagradas.
Y podríamos seguir con una amplia enumeración de laicos que pensaron su fe y desde su fe: Hugo Antuña, Héctor Barbé, Ester de Cáceres, Vicente Cicalese, Mario Falcao Espalter, Gustavo Gallinal, Juana de Ibarbourou, Luis Lenguas, Miguel A. Rebello, Alberto Zum Felde. Muchos de ellos escribieron y publicaron. Pero, ya sea éditos pero olvidados ya sea inéditos, por lo general, sus trabajos no son objeto de la atención y el recuerdo que merecen. Hay en el catolicismo uruguayo un cierto estado de olvido o de distracción ante las gracias y los dones de Dios, que estos teólogos y pensadores laicos representan para nosotros como herencia intelectual. También en lo espiritual puede instalarse una mentalidad consumista que se comporta ante los bienes de Dios como ante bienes de consumo. La mentalidad del use y tire que se tiene ante los objetos, se extiende a las personas, como si ellas fueran también descartables o sin retorno. Hay ante la riqueza y la fertilidad de los carismas que Dios da a nuestra Iglesia, algunas veces, una actitud de latifundismo espiritual, que no cultiva ni hace rendir más y mejor los bienes recibidos. ¿Qué es sino latifundismo, tener sin publicar obras como ésta que he comenzado a presentarles? Podrán convenir conmigo en que la acedia, la ceguera para el bien, está extendida entre nosotros.
Pero, rechazar como algunos rechazan, la doctrina acerca de los ángeles y acerca de su existencia, hasta silenciar su mención en el Prefacio, el Sanctus y otros pasajes de la liturgia eucarística ?no es prescindir, por ignorancia, de un artículo, de una parte del maravilloso organismo de nuestra fe que espeja en sí la armonía del conjunto, como nos convence la obra de Horacio Terra Arocena?
Según la recta doctrina de nuestra fe, Este es el Dios más sublime que el hombre pudiera pensar, y a la vez un Dios que jamás podría haber imaginado hombre alguno si no hubiera existido una revelación de su Misterio, porque este es un Dios impensable. Además, el Hombre que ella nos presenta, es, por el pecado, capaz de rechazar - como efectivamente la experiencia demuestra que lo hace - tanto a ese Dios como a la doctrina acerca de El y de sus Ángeles.
Paradójicamente, en numerosos ambientes católicos se prescinde de los Ángeles justamente en momentos en que el New Age y otras sectas gnósticas se arrojan ávidamente sobre ellos y siembran la confusión entre los fieles. Pero para almas que vengan del sinsentido y del materialismo, la obra de Horacio Terra Arocena quizás pueda descubrirles un panorama deslumbrante y moverlas hacia la conversión.
A creyentes en proceso de disgregación de su fe por desnaturalización gnóstica, y por lo tanto en camino de apostasía, la obra podría servir, en cambio, me imagino y quiero creerlo, para sacudir la inercia de sus desvíos y para despertarlos de su engaño. O, por el contrario, para convencerlos de que han abandonado la casa de la fe. Al que el Misterio de los Ángeles ya no le dice nada, está a un paso de que el de la Trinidad tampoco le resulte significativo, sino que sea, en la práctica primero y luego también en doctrina, prescindible.
Para terminar esta evocación de mi encuentro con Horacio Terra Arocena y esta presentación de tres de sus escritos, quiero dar una impresión personal que brota de mi corazón de villista acerca del espíritu de Horacio Terra Arocena como apocalíptico.
He dicho que su Carta a mis amigos católicos militantes (laicos) es un escrito profético en el sentido de interpretación creyente de la historia; que su El Planeta Arreit es una Utopía, y que este género literario es un tipo de literatura de consolación; que su Prólogo para la Cantata de los Coros Angélicos, es una Theoria o contemplación de los misterios celestiales.
Pues bien, estos tres rasgos, son rasgos que caracterizan al género bíblico de los apocalipsis; son rasgos que definen el espíritu apocalíptico (aunque no los únicos). Isaías, Ezequiel, Daniel, Juan, son los grandes espíritus apocalípticos. El espíritu apocalíptico es el de un creyente que aplica su fe a escrutar los males de la historia con impávida clarividencia, y al mismo tiempo escruta los signos de la acción histórica y salvífica de Dios, con impertérrita esperanza. A ellos, además, le son confiadas revelaciones divinas y a veces le son revelados en sueños o en visiones, los misterios celestiales y divinos. Ellos tienen familiaridad con el mundo angélico por el cual son confortados e instruidos.
Quien, por ser biblista, esté familiarizado con el género apocalíptico y con los hombres de Dios que, como Daniel, vivieron la soledad de su fe en las cortes de reyes paganos, y se vieron expuestos por su fidelidad al fuego de los hornos y al foso de los leones, no puede dejar de percibir una cierta semejanza de situaciones entre la de ellos y la de Horacio Terra Arocena; y de notar también una cierta afinidad espiritual entre aquellas almas apocalípticas y nuestro autor.
Palabras del Prof. P. Horacio Bojorge en el
En el aniversario de su fallecimiento
Facultad de Humanidades y Ciencias
Universidad de la República
7 de setiembre 2001
A pesar del enfoque exclusivamente literario y deliberadamente neutro en lo religioso, no se recata ni aún en estos libros, de hacer suyo el propósito de San Jerónimo: Deo et legentibus placere desiderans: “agradar al mismo tiempo a Dios y a los lectores”.
Algo parecido vale de su San Isidoro de Sevilla, Historias y testamento político (1982) publicado en coautoría con la Profesora Sara Álvarez Catalá de Lasowski.
O de su estudio sobre una figura del clero colonial y patriótico oriental: Montevideo y su primer escritor: José Manuel Pérez Castellano (1987) al que reconoce como fundador de la literatura uruguaya.
O de sus inéditos sobre temas histórico religiosos que atañen, como los anteriores a la historia religiosa y de la Iglesia: Situación política y religiosa de Israel desde la rebelión de los Macabeos hasta el reinado de Herodes (S/f); Roma y el cristianismo en los tres primeros siglos (1998); El Temple y la Religión de los Romanos hasta el siglo II (1999). Testimonios extra bíblicos de los dos primeros siglos sobre Jesús: Paganos, judíos, apócrifos”
Quiero notar de paso, que, por otra parte, el Profesor Cicalese raramente limitó el discurso de sus escritos a un lenguaje de entrecasa eclesial, es decir, a un discurso de creyente a creyentes. En todas sus obras, aún las más explícitamente religiosas, parece tener presentes siempre en el espíritu a los que no creen, y a los que no por esa condición apreció menos. Y viceversa, en todas sus obras, aún estrictamente filológicas, también tiene presente en su ánimo al público eclesial creyente.
Por eso decíamos que para dar razón del aspecto propiamente católico de su personalidad, hay que referirse no sólo al nivel de la confesionalidad, sino a la estructura misma de su personalidad intelectual y espiritual.
Es pues a este entresijo católico de su espíritu al que quiero referirme. Y en la imposibilidad de exponer un retrato más o menos completo de su alma católica, voy a limitarme a un solo rasgo, que me parece componente esencial de la identidad espiritual católica. Y que, como tal debe servirnos de ejemplo al clero y a los católicos en Uruguay a quienes se nos brindó este ejemplo.
Una experiencia que sigue vigente, porque expresa la experiencia del hombre de todos los tiempos. No se trata ya de una vivencia exclusivamente suya – es como si quisiera sugerirnos – ni de una efusión de sentimiento romántico. Se trata de una experiencia casi metafísica de la perduración en el ser. Una experiencia del ser hombre y de permanecer el mismo, de niño a viejo.
La arena bajo los pies, de Claudio Claudiano, que como egipcio la conocía muy bien, sugiere la cambiante veleidad, la falta de firmeza que brinda la tierra para afirmar los pasos del hombre, desde que empieza a gatear hasta que vacila sobre sus rodillas y abre la imaginación a ubicar la escena en la orilla del mar, en un escenario natural también lleno de sugerencias simbólicas de un oleaje cambiante. Un escenario que podría haber elegido también el Profesor Cicalese, como ciudadano de un país de hermosas playas.
Aún la arena, que tiene de semejanza con el tiempo lo inaferrable, tiene de permanente lo cambiante y, esconde por lo tanto, en su condición de símbolo, esa paradoja que da vueltas en el corazón del hombre de todos los tiempos, y que el hombre católico ha resuelto a su manera, que es - como espero poder mostrar -, la de Don Vicente Cicalese.
De la escenografía simbólica de Claudiano, poco ha conservado, sin embargo, nuestro profesor. Ha cambiado la arena, por el vetusto pavimento de un templo recorrido cotidianamente. El paseo ritual dentro del templo, engarza el transitorio cada día en el escenario de la permanencia. Ubica el decurso del tiempo en los atrios de la eternidad. La eternidad no como un después, sino como adelantada y convertida en escenario que alberga el tiempo.
La tesitura espiritual que evidencian sus historias de palabras es la misma que se pone de manifiesto en innumerables aspectos y expresiones vertidas en sus obras. En la imposibilidad de entrar en largas enumeraciones, me limitaré a señalar dos hechos a modo de ejemplo.
El Profesor Vicente Cicalese sentía su Cátedra de Latín como la prolongación de la que nació con la Patria. Así lo expresa en el exergo de Las Semanas y los Días (1982): “1830 – 17 de julio – 1980 En el Sesquicentenario de la Cátedra de Latín que nació junto con la Patria por el voto unánime de la Asamblea Constituyente la víspera de la Jura de la constitución”.
La enseñanza del latín en el Uruguay ha muerto y resucitado varias veces. La historia de sus vicisitudes parlamentarias y universitarias, la trazó el Profesor Cicalese en su breve pero memorable estudio: “El Latín en el Parlamento uruguayo” (Revista Histórica (Montevideo), 3º Época, (1993) Nº 166, pp. 7-47).
Leo cierta impavidez en este hecho, cierta confianza en la continuidad por encima de las rupturas, impavidez a la que la historia le da el espaldarazo con que arma a sus caballeros andantes, aún cuando algunos los consideren desquiciados al verlos cargar contra molinos de viento.
Segundo:
Creo que esta impavidez se nutría de una sabiduría histórica, acopiada en sus estudios del alma de la Humanidad que trasmiten los autores latinos pre-cristianos y cristianos. En esos estudios bebió la fe que trasuntan las palabras suyas que quiero citar a continuación, comentando la suerte corrida por su querido y viejo latín en el Uruguay:
“Desapareció el latín de nuestra enseñanza media, barrido por un positivismo estólido y estrangulado por la inepcia profesoral [...] La avalancha del utilitarismo miope no logró arrasar las convicciones humanísticas que a lo largo de nuestra historia enaltecieron a los ciudadanos más ilustrados” (Art, cit. p. 37).
Es como si dijera: está en la raíz de nuestra identidad cultural y nuestra identidad cultural lo restaurará inevitablemente algún día.
Este es el rasgo típicamente católico que el Profesor Cicalese supo reconocerle a la latinidad cristiana porque él mismo lo llevaba impreso en el espíritu, como un aire de familia. Este es el rasgo que sus estudios históricos contribuyeron a convertir en evidencia y convicción razonada.
El Profesor Cicalese compartió con sus modelos clásicos, en particular patrísticos, una actitud paciente, abierta y esperanzada. Confiada en que hay una tenaz continuidad humana, que una voluntad de ruptura siempre sectorial, por más que de sectores poderosos, no logrará nunca vencer ni avasallar definitivamente.
El católico Cicalese llevó siempre con un inmenso pudor de alma y de familia la pena que ese fenómeno que invadió al catolicismo le ocasionaba. Sólo se desahogaba con algunos sacerdotes y amigos más próximos y elegidos.
Él estaba convencido de que la continuidad hubiera sido perfectamente posible y que la ruptura era algo que no brotaba de la milenaria sabiduría católica sino de un súbito encandilamiento moderno.
Iesu, quem velatum nunc aspicio,
oro, fiat illud quod tam sítio;
ut te reveláta cernens fácie,
visu sim beátus tuae glóriae.
Jesús, a quien contemplo ahora bajo un velo
Ruego que suceda lo que tanto ansío
Y es que contemplando tu rostro ya sin velo
Sea feliz por la contemplación de tu gloria
Muchas gracias.