Escritura en la Homilía
TEXTO DE CONTRATAPA
El lugar de la Escritura en la Homilía
Texto de Contratapa ( 219 palabras)
Para renovar la práctica de la Homilía, siempre es bueno recordar una y otra vez lo esencial acerca de ella. Volverlo a decir y no permitir que se hunda en el olvido de los "supuestos" que, por ser archisabidos, ya no se practican. No porque se haya olvidado la noción teórica, sino porque al implicitarse la teoría, ha dejado de vivificar la práctica.
El silencio acerca de lo esencial es siempre preocupante cuando proviene del olvido de lo esencial. Y es particularmente dañoso y catastrófico cuando, traducido en desviaciones prácticas, compromete – como es el caso de la predicación – lo más esencial: la salvación y santificación de los hombres: “¿Cómo se salvarán si no creen y cómo creerán si no se les predica?”
“El que escucha mis palabras y las pone en práctica”, decía Jesús. Exigiendo la práctica de la enseñanza y declarando ineficaz la pura información. El Padre Horacio Bojorge dedica las conferencias y escritos reunidos en este volumen a recordarnos lo esencial acerca del lugar de las Sagradas Escrituras en la Homilía, en vistas a una recuperación práctica del estilo de Jesús mismo y de sus Apóstoles en la predicación. Ayudarán a los ministros de la predicación a crecer y perfeccionarse en un ejercicio cada vez más auténtico, más esencial, y más gozoso del ministerio de la Palabra.
INDICE
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
Acerca del oficio y el carisma de interpretar las Sagradas Escrituras y explicarlas al pueblo
EL LUGAR DE LA SAGRADA ESCRITURA EN LA HOMILÍA
PRIMERA CONFERENCIA:
EL DUEÑO DE CASA
La Sagrada Escritura y la naturaleza de la Homilía: Palabra de Cristo.
ESTAS SON AQUELLAS PALABRAS MÍAS
La Sagrada Escritura y los frutos de la Homilía
SEGUNDA CONFERENCIA:
1.- “ÉL MISMO NOS CAPACITÓ COMO MINISTROS”
La eficacia espiritual de las Sagradas Escrituras según san Pablo
TERCERA COFERENCIA
2.-“ENVIARÉ SOBRE VOSOTROS LA PROMESA DE MI PADRE”
La eficacia espiritual de la palabra de Jesucristo resucitado y las Sagradas Escrituras
CUARTA CONFERENCIA
EL SABIO QUE SABE HABLAR: EL DON DE LA PALABRA
Elocuencia, arte retórica, ciencia, sabiduría y carisma de la Palabra en la Homilía
CON EL MISMO ESPÍRITU
La Homilía según la enseñanza del Vaticano II
APÉNDICES
1) EL OFICIO Y EL DON DE INTERPRETAR LA ESCRITURA
“Con el mismo Espíritu”: Una explicación de la Tradición y de Santo Tomás
retomada por el Vaticano II: Quodlibetal 12, Q. 17
2) LA FUERZA DE LA VERDAD
De si la verdad es más fuerte que el vino, que el rey y que la mujer (Quodlibetal 12, Q. 14)
3) DISPOSICIONES SOBRE LA HOMILÍA
De la Instrucción Redemptionis Sacramentum
4) FORO
La Sagrada Escritura en la Homilía
En la liturgia, el Logos tiene la precedencia que le corresponde sobre la voluntad.
De allí se desprende su serenidad admirable, su paz profunda.
De allí se desprende, también, que parezca absorberse enteramente
en la contemplación, la adoración y la glorificación de la Verdad divina.
De allí su indiferencia aparente a las pequeñas miserias de nuestros días.
De allí su desinterés de cualquier esfuerzo inmediato de ‘educación’,
de enseñanza moral.
Hay en la liturgia algo que hace pensar en las estrellas,
en la eternidad permanente de su carrera, en su orden inmutable,
en su silencio profundo, en su infinita distancia.
Sólo en apariencia, sin embargo, la liturgia parece desinteresarse
de la vida moral del hombre, de su esfuerzo, de su acción.
En realidad, sabe muy bien que cualquiera que vive en ella posee la verdad,
la salud sobrenatural, la paz íntima,
y que quien abandona su reino sagrado para afrontar la vida,
sabrá hacer resplandecer allí su pureza.
Romano Guardini, El Espíritu de la Liturgia
PRESENTACIÓN
“No nos predicamos a nosotros mismos, sino
a Jesucristo Nuestro Señor” (II Cor 4, 5)
Me toca el gran privilegio de presentar otra enjundiosa obra, debida tanto a la destreza científica como a la preocupación pastoral del R. P. Horacio Bojorge, S. J.
Su sabiduría y competencia es meridiana por el empleo acertado e iluminador que propone de la fuente bíblica, leída a la luz de la más genuina tradición y esclarecida en vistas a los problemas actuales, con oportunas directivas del magisterio de la Iglesia Católica (Vaticano II, Papas, obispos).
Los reclamos pastorales, que lo inducen a tomar la pluma, son debidos a un tema y realidad, que tocan el meollo mismo de la vida cristiana, uno de cuyos alimentos primordiales proviene de la Palabra de Dios, proclamada en la Liturgia e iluminada para todo el pueblo de Dios por medio de la “homilía”, a cargo de los obispos, presbíteros o diáconos, ordenados para esta excelsa obra de caridad.
Los estudios aquí incluidos no se presentan con el atuendo de un “recetario”, fácil, para salir del paso eficientemente en la tarea de la predicación. Se trata, ante todo, de una profunda meditación con el fin de que se revise cada uno a la luz de la más sólida doctrina, que sostiene y modela este oficio, sagrado como pocos.
En primer término brinda un examen de conciencia sobre las tendencias subjetivistas, que suelen caricaturizar el ministerio, si no se está atento a su esencia. Porque, la tribuna especial y la atención devota de los fieles no pocas veces se convierten en tentación, para exponer los propios puntos de vista o la búsqueda de un larvado protagonismo. Nunca, pues, meditaremos bastante la advertencia paulina, con que hemos encabezado esta breve introducción.
Ahora bien, muy buena brújula para esta exploración encontrará el lector en las atinadas observaciones de Bojorge, dado que, tanto cierto tipo de ciencia bíblica, como las “propias vivencias” se pueden interponer, falsificando el cometido de la homilía, en la cual no se trata de hacer alarde de meros conocimientos especializados, ni de estados de ánimo, personales, sociales o políticos.
Caben unos y otros, pero en total subordinación al mensaje de los textos que han sido proclamados, sin torcerlos a ideologías, modas exegéticas, teológicas o filosóficas.
Recuerdo, al respecto el sagaz consejo que recibí personalmente de boca del gran exégeta Luis Alonso Schökel. “Ganarás el pan con el sudor de tu frente. Comunica el pan, no el sudor”. Es decir: todo el trabajo de consulta previo, tecnicismos hermenéuticos, etc. no han de aflorar en el discurso, a no ser que sirvan para fundamentar o ilustrar la fe, jamás para sembrar dudas o hacer mera gala de “saberes” sin “sabores”.
Quien, pues, desee profundizar (lejos de un “llame ya”, para lograr el “café instantáneo” de la fórmula feliz) sobre la sublime tarea de proseguir la predicación de Cristo y sus apóstoles, encontrará en estas páginas de Bojorge abundante pábulo, iluminación y sólida fundamentación teológica.
Porque, a decir verdad, el pueblo cristiano ha sido muy benévolo, con los descuidos, que, por mil motivos, vuelven desleída y poco atractiva más de una prédica. No sólo por falta de tácticas, sino por poco convencimiento, profesionalismo burocrático, improvisaciones, o preparación superficial, no precedida de oración ni de la necesaria “meditación en el corazón”, a ejemplo de María (Lc 2, 19).
Al respecto, no estaría de más detenerse en esta consideración de Mons. C. Giaquinta: “Nunca los obispos nos hemos puesto a reflexionar sobre cómo nosotros y los presbíteros predicamos. Al menos desde el Concilio, el episcopado no publicó una sola exhortación que valga la pena para que los clérigos mejoremos la predicación. ¿No parece que esto es gravísimo? Predicar es el último mandato de Jesús a sus apóstoles: «Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos...enseñándoles a cumplir todo lo que les he mandado». En cierto modo predicar es el mandamiento más importante de Jesús, porque si no se lo practica debidamente, tampoco se puede conocer y practicar su mandamiento del amor”
(“Pedir perdón” en: Criterio LXXIII – 2000 – Nª 2249, 164).
No dudamos en recomendar la lectura atenta de esta nueva fatiga de Bojorge,
que mucho aportará para evaluar esta irrenunciable fatiga de la Iglesia, ayudándonos a escapar de la lamentación profética: “Dicen: «Esto dice el Señor», cuando el Señor no ha hablado” (Ez 22, 28).
Dr. Miguel Antonio Barriola Pbro.
Miembro de la Pontificia Comisión Bíblica
PRÓLOGO
Cuando preparaba estas conferencias y estudios sobre la Homilía y sobre el lugar que en ella deben tener las Sagradas Escrituras, me sorprendió y me alegró mucho, comprobar cómo el Concilio Vaticano II, en este asunto, no prescribió nada nuevo, sino que reconoció y proclamó la primigenia y perenne naturaleza de la predicación sagrada como acto de Jesucristo. Reconoció y nos recordó un hecho que pertenece a la naturaleza misma del actuar divino.
Me resulta refrescante, deslumbrante, liberador, el hecho de que el lugar de la Escritura en la Homilía no se lo haya ganado la Escritura en virtud de un mandato ni de una ley o de una obligación o de un decreto conciliar, de una rúbrica litúrgica, ni en rigor de un canon, o de un compromiso humano. Ni tampoco un favor o una concesión.
Me llena de ánimo y esperanza ser ahora más consciente de que la Escritura tiene su lugar en la Homilía en virtud de su misma naturaleza: palabra sacramental, palabra de Jesucristo, proferida por el ministro ordenado para ello.
La Sagrada Escritura tiene su lugar en la Homilía por vigor divino, por su misma virtualidad pneumática.
¡Qué bueno que el lugar de la Sagrada Escritura en la Homilía sea el lugar que Jesucristo mismo le ha dado en su predicación! ¡qué bueno que eso ya esté determinado y firme y no lo tengamos que reinventar! ¡Qué bueno que tengamos la segura confianza en que Él nos soplará, - como un divino apuntador - junto con su Espíritu, lo que tenemos que decir!
Siendo las cosas así, entonces, explicar las Escrituras en la Homilía, exponiendo el Misterio, e iluminando con él, proféticamente, la vida de los fieles en medio de las vicisitudes de este mundo, es algo mucho más glorioso y consolador que el cumplimiento de un deber anexo a un cargo.
Siempre me acuerdo de aquél buen amigo cura que me llamaba para ayudarlo en las ceremonias de Semana Santa y que al volver a la sacristía después de culminadas, y dado el Prosit de rigor, entre broma y en serio, bufaba en un suspiro de alivio: ¡salimos de ésta, Horacio!
Y tampoco puedo olvidar la decepción recibida más de una vez cuando algún fiel me ha perseguido hasta la sacristía para saludarme y, como de paso, hacerme saber que había predicado demasiado largo.
Saber que la Homilía es asunto de Jesús y vivirla así, me parece salvador del mortal enemigo que es para nosotros los sacerdotes el espíritu de la acedia, propia o ajena, que planea como carancho para cebarse en el acto salvífico de la predicación.
En mis primeros fervores de convertido adolescente, recuerdo que las Sagradas Escrituras, explicadas en la Homilía por hombres del Espíritu, fueron como el agua fresca.
Poder explicarlas no es ni un deber ni un programa. Es una posibilidad que se nos ofrece por gracia de un ministerio y de un carisma. Ninguna misión o ley exterior nos haría capaces de lo que sólo puede regalar el Espíritu. Y ya sabemos que nuestros buenos propósitos se nos empantanan a poco de formulados. Pero nuestra confianza está en el Señor.
Así consideradas, las Escrituras son, en la Homilía, una divina e inagotable virtualidad. Están allí en virtud del don del Espíritu, anejo al orden mismo y a la misión jerárquica para el ministerio de la Palabra.
Las Escrituras que están en la Homilía son nuestra vocación, son parte de la herencia que el Padre nos da como a hijos elegidos para compartir el sacerdocio de su Hijo.
Me decía un sacerdote: “siempre que voy a predicar voy como mendigo, pidiéndole al Señor de limosna lo que voy a decir, y cuando empiezo a hablar me siento como millonario y tengo que esforzarme por parar”
Más que exhortados, requerimos ser animados, para renovar nuestra fe y nuestra esperanza en las virtualidades vivificadoras de la palabra divina, en la fuerza de la revelación cuya administración se nos ha confiado. De manera que podríamos decir que el lugar de la Escritura en nuestra Homilía, es como el lugar de los triunfos de la Palabra de Dios a cuyo servicio Él ha puesto nuestra voz.
Sobre este libro
En este volumen recojo cuatro conferencias sobre el lugar de la Sagrada Escritura en la Homilía que expuse en las Jornadas anuales de Estudio para el Clero de la Arquidiócesis de la Plata el 10 y 11 de setiembre de 2002 .
He agregado también, además del Prólogo, una Introducción: Jesús mismo nos recuerda que las Escrituras hablan de Él, en el acto de predicar convergen un oficio y un carisma. Sigue a las conferencias una exposición de lo que el Concilio Vaticano II ha dicho acerca de la Homilía en sus documentos. Con él he querido cerrar el volumen para confirmar lo dicho con la autoridad conciliar, fuente que inspiró y orientó lo expuesto en estas conferencias.
Por fin he agregado en apéndices: dos textos de Santo Tomás afines a nuestro tema; los números relativos a la Homilía de la Instrucción Redemptionis Sacramentum y el cuestionario para el foro o intercambio grupal sobre el hecho y el ideal de nuestra predicación, ofrecido a los sacerdotes.
Montevideo, 3 de junio de 2004
Jueves después de Pentecostés
Fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote
INTRODUCCIÓN
ACERCA DEL OFICIO Y EL CARISMA
DE INTERPRETAR LAS SAGRADAS ESCRITURAS
Y EXPLICARLAS AL PUEBLO
“Escudriñad las Escrituras
ya que os parece a vosotros que tenéis en ellas la vida eterna,
también ellas dan testimonio acerca de mí”
(Jn 5, 39)
El dicho de Jesús que hemos tomado como punto de partida y como hilo conductor de estas exposiciones está en un contexto polémico, en el marco de una discusión de Jesús con los que se niegan a creer en Él, no quieren reconocerlo en su identidad, rechazando, dice Él, no sólo su propio testimonio acerca de sí mismo – lo cual sería comprensible - sino el doble testimonio: el del Padre y el de las obras de Jesús.
Jesús acaba de remitirse al testimonio de su Padre y al testimonio que dan, acerca de su identidad de Hijo eterno hecho hombre, las obras que el Padre le concede hacer.
Según la ley judía bastaban dos testigos para convencer en juicio. Puesto que los judíos no habían aceptado el testimonio de Juan Bautista [testimonio de un hombre, por más que fuera profeta], que habían recabado pero también recusado, y puesto que tampoco recibían el testimonio del Padre y del Hijo, Jesús ofrece ahora el de las Escrituras:
“El testimonio que yo tengo – alega Jesús - es mayor que el de Juan porque las obras que el Padre me dio llevar a cabo, estas mismas obras que yo hago, testifican acerca de mí que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me ha enviado, Él mismo ha dado testimonio de mí. Pero vosotros no habéis oído su voz jamás, ni visto su aspecto, y su palabra no permanece en vosotros, porque a Quién Él envió, a ese vosotros no le creéis” (Juan 5, 36-38)
Ellas ‘también’ dan testimonio de mí
En el curso de este verdadero proceso, en cuyo marco se invocan testimonios y se evalúan testigos, Jesús los invita a tomar en cuenta otro testimonio acerca de sí mismo: “Escudriñad las Escrituras ya que os parece a vosotros que tenéis en ellas la vida eterna, también ellas dan testimonio acerca de mí” (Juan 5, 39). E inmediatamente, previendo que no querrán ni podrán hacerlo por su falta de fe, continúa: “Pero vosotros no queréis venir a mí para tener vida” (Juan 5, 40).
La expresión “venir a mí” significa, en el evangelio según San Juan “creer en mí”.
Si no aceptaban el doble testimonio del Padre y de las obras del Hijo, por no conocerlos y por lo tanto por no reconocer su autoridad, quizás hubieran podido tomar en cuenta el testimonio de alguien que conocían: las Escrituras, puesto que ellos aceptaban que la Voz de Dios hablaba a través de ellas.
Pero inmediatamente Jesús descarta el argumento, porque, no queriendo creer en Jesús, no entenderán ‘tampoco’ el testimonio que ‘también’ las Escrituras dan acerca de Él: “Pero vosotros no queréis venir a mí para tener vida”
Queda clara aquí la necesidad de la fe para interpretar y comprender las Escrituras.
Es la condición, el requisito imprescindible para el intérprete y por lo tanto también para el maestro y el predicador.
La escena del diálogo de Jesús con Nicodemo ilustra esta misma verdad. El ‘Maestro en Israel’ tiene que nacer de nuevo por la fe, por el soplo del Espíritu.
Si no se conoce al Padre ni al Hijo, es posible sí oír la voz del Espíritu en las Escrituras, pero no se sabe ni de dónde viene ni a donde va , porque el Espíritu viene del Padre y va hacia el Hijo. Se oye hablar, pero no se sabe quién le habla a quién. Si no se los conoce, se oye la voz pero no se descubre su sentido, no se entiende lo que se dicen.
En los evangelios, la Voz del Padre viene al Hijo en las escenas del Bautismo y la Transfiguración (en los Sinópticos) y en el evangelio según San Juan 12, 28.
Las Escrituras, que son también voz del Espíritu, hablan del Padre y del Hijo, pero solamente entienden esa voz los que habiendo nacido de nuevo y de lo alto, los conocen, porque han creído en el Hijo.
Del triple testimonio a la nube de testigos
Jesús, por lo tanto, no se hace ilusiones ni da lugar a que nos las hagamos. Sin fe, es tan imposible recibir el testimonio de la voz de las Escrituras, como el del Padre, como el de las obras elocuentes que le concede obrar al Hijo, y como el del Hijo mismo.
Comentando este pasaje, Santo Tomás nota este triple testimonio que dan de Jesús: las obras, el Padre y las Escrituras: “Triple es el testimonio que Dios ha dado acerca de Cristo, es a saber: por las obras, por Sí mismo y por las Escrituras .
La nueva justicia que excede a la antigua, la excede también en el número de testigos que exigía la antigua. Ya no son dos, sino tres los que acuden a dar testimonio.
Y no dejarán de irse sumando testigos. San Juan en su primera carta invocará otros tres: “tres son los que testifican, el Espíritu, el agua y la sangre; y los tres son uno” (1 Juan 5, 7-8).
Los tres nuevos testigos de la primera carta de Juan pertenecen ahora a la dispensación eclesial, post-pascual: son el Espíritu, el agua y la sangre, o sea la fe, el bautismo y la eucaristía, en el momento de la entrada en la Iglesia. Los tres son uno. Son el mismo testimonio del Padre. Están de acuerdo en lo mismo, apuntan a lo mismo y producen el mismo resultado: introducen en la comunión con el Hijo y, a través de Él, con el Padre. Revelan la filiación de Jesús, el objeto de la fe, y hacen partícipes de esa filiación a los creyentes mediante los sacramentos.
“El testimonio del Espíritu nos lleva a creer que Jesús es el Hijo (1 Jn. 5, 5.10); el bautismo y la eucaristía, [a cuya celebración se introducía inmediatamente del bautizado] nos hacen vivir la vida divina, vida que está en el Hijo (5, 11)” .
Pero los testimonios no dejan de multiplicarse en lo sucesivo. La carta a los Hebreos reconocerá que los testigos son ya una nube: “así pues nosotros, teniendo alrededor nuestro esta nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone” (Hebr 12, 1). El Apocalipsis se referirá a la muchedumbre celestial de los creyentes como aquellos que “poseen el testimonio de Jesús” (Apoc 19, 10).
“Todos estos testigos, en definitiva, se remiten a un testimonio único: el del Padre; los otros no hacen más que trasmitir a los hombres el testimonio de Dios” . “Cuando se trata del testimonio que debe invitar al mundo a creer ¿quién puede hablar? Sólo Dios. La fe, que tiene por objeto a Dios revelado en Jesucristo, no puede tener otro fundamento que el testimonio de Dios. No ciertamente porque Dios testimonie sobre Jesucristo inmediatamente, dirigiéndose a todos y cada uno desde lo alto del cielo. Pero el testimonio dado a Jesucristo mediante la palabra humana, palabra de Juan el Bautista, palabra de la Escritura, palabra de Jesús mismo, no vale sino en cuanto es testimonio de Dios” .
La evaluación de los testimonios por su coherencia
A eso apunta la segunda parte del número 12 de la Dei Verbum.
El texto que nos sirve de guía nos relata un episodio de la vida mortal de Jesús. Durante su vida en la carne, Jesús invoca la Escritura para autorizar el testimonio del Padre y de sus obras acerca de Él. Después de resucitado, en la Iglesia, el Espíritu Santo conserva las enseñanzas de Jesús, y en particular su interpretación autorizada de las Sagradas Escrituras relativas a Él.
Esta es la norma viva que permite discernir el testimonio de los intérpretes de la Escritura, es decir de los exégetas, comparándolo con el testimonio de “la nube de testigos” y compulsando su interpretación, que es siempre un testimonio, con lo que “el Espíritu dice a las Iglesias” (Apoc 2, 7.11. 29; 3, 6).
El lugar del testimonio de la Escritura
¿Cuál será en lo sucesivo el lugar de la Escritura en medio de esta nube de testigos? La interpretación de la Escritura debe ubicarse armónicamente dentro del coro de los testimonios. Ella nunca fue la única ni la primera. Ella supone la fe.
Ella “también” da testimonio de Cristo. La Escritura permanecerá dando su testimonio acerca de Cristo dentro de un concierto creciente de testigos. El testimonio de todos ellos, como el del Espíritu el agua y la sangre, es coincidente. Todos coinciden en lo mismo. Y la Escritura no podría disonar en su testimonio. Por eso, la Dei Verbum reconoce que se ha de interpetar “en el mismo Espíritu en que fue escrita”. El contexto del testimonio de la Escritura, es el contexto de la tradición y de la fe de la Iglesia.
Jesús intérprete de la Escritura
La Escritura ha sido interpretada por el mismo Jesús, resucitado, el “testigo, fiel (confiable), el primogénito de entre los muertos” (Apoc 1, 5).
La interpretación de Jesús se conserva por tradición en la Iglesia y en las Sagradas Escrituras del Nuevo Testamento.
La Escritura también ha sido interpretada, más tarde, por los Santos Padres y los doctores, por el Magisterio pontificio y episcopal. La interpretación autorizada del resucitado se ha trasmitido en la Iglesia y por la Iglesia mediante la tradición que tiene su punto de partida en los Apóstoles y testigos.
La Escritura exige pues un engarce eclesial y sólo libra su testimonio a la escrutación creyente de la que es objeto, dentro de la comunidad creyente, por parte de los santos.
La interpretación, la exposición y la predicación de la Escritura son, pues, carismas, dones del Espíritu Santo, operaciones neumáticas en la Iglesia. Pertenecen al orden de la gracia, que es el de la eficiencia divina.
Las Escrituras solas no bastan
“Los remite a las Escritura para mostrar
que el testimonio del Padre está también allí.
Pero no los remite a la Escritura para que
se contenten con leerla simplemente,
sino que los manda escudriñarla cuidadosamente;
porque lo que en ella se decía de Él
estaba envuelto en las sombras de lo alto
y no se mostraba en la superficie
sino que estaba escondido a manera de un tesoro”
(Sancti Thomae Catena Aurea in Johannem
Cap. 5 [in v.39] Lectio 9)
Pero a la vez la Escritura está expuesta al mal uso, a la tergiversación. Puede usarla Satanás en las tentaciones del desierto, puede usarse para fundamentar la necesidad de matar a Jesús, puede esgrimirse o jugarse contra la Iglesia durante la Reforma, o contra la fe de la Iglesia por el racionalismo bíblico.
Una primera enseñanza de este pasaje es que la fe al triple testimonio en su conjunto es necesaria para penetrar en el sentido profundo, oculto, del tercero de los testigos: las Escrituras. No basta conocerlas, investigarlas, meditarlas y cultivarlas hasta el punto de saberlas de memoria, como las veneraban y cultivaban aquellos eximios eruditos en la Sagrada Escritura a los que Jesús dirige esta invitación. Sobre ellos puede extenderse el asombro maravillado de Jesús ante Nicodemo: “¿Tú eres el maestro de Israel y no sabes esto?” (Juan 3, 10). Conociendo tan a fondo y perfectamente las Escrituras ¿no sabes de Quién hablan?
El contenido de la divina Revelación son las personas divinas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Ellos no se manifiestan exclusivamente en la Escritura. Por eso no basta, - para dar a conocerlos y poner en relación de comunión de amor y de vida con ellos-, la actitud “biblicista”, que “tiende a hacer de la Sagrada Escritura o de su exégesis el único punto de referencia de la verdad.
“Sucede así, - dice Juan Pablo II en la Fides et Ratio -, que se identifica la Palabra de Dios solamente con la sagrada Escritura, vaciando así de sentido la doctrina de la Iglesia confirmada expresamente por el concilio ecuménico Vaticano II. La constitución Dei Verbum, después de recordar que la Palabra de Dios está presente tanto en los textos sagrados como en la Tradición (DV 9-10), afirma claramente: ‘La Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la Palabra de Dios, confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica (DV 10), La sagrada Escritura, por tanto, no es el único punto de referencia para la Iglesia. En efecto, ¿la suprema norma de su fe’ (DV 21) proviene de la unidad que el Espíritu Santo ha puesto entre la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia en una reciprocidad tal que los tres no pueden subsistir de forma independiente (DV 10)” .
La Tradición, la Escritura y el Magisterio siguen siendo, hoy, tres testigos de Cristo. Y, como tales, introducen en la comunión con Él. De alguna manera, en esta triple obra del Espíritu Santo, sigue refulgiendo un triple testimonio acerca del Hijo.
Por ella sigue dando testimonio el Padre. Ella es una obra del Cristo glorioso en y a través de su Cuerpo Místico. De modo que el triple testimonio acerca del Hijo no se dio de él solamente durante: ‘los días de su carne’ (Hebr 5, 7) ; sino que se sigue dando actualmente y se refiere ahora su cabeza gloriosa y su Cuerpo Místico.
Testimonio ‘de mí’
“Ellas dan testimonio de mí”. El objeto del testimonio es Jesús. “El testimonio pretende siempre darnos a conocer quién es Jesús; más allá del hecho de su presencia, más allá de sus hechos y de sus palabras, o mejor, por medio de estos diferentes signos, el testimonio recae sobre lo que ellos dan a conocer, sobre la naturaleza íntima de Jesús, el secreto de su ser, la misteriosa realidad de su persona.[...] Brevemente, el objeto del testimonio es la persona de Jesús y su misión tal como se manifiesta a la fe. Es, pues, exacto decir que testimoniar es un verbo de revelación” .
El testimonio – como lo ha señalado J. Guitton – es el descubrimiento de una intimidad, [...] por lo cual, el evangelio es, en su más alto grado, una relación de intimidad con una persona. El testimonio es propiamente un testimonio de la experiencia de estar en relación de trato íntimo, de vinculación y de comunión, con un ser incomparable .
Y a esto a lo que se rehúsan precisamente los interlocutores a quien Jesús dirige el reproche: “Pero vosotros no queréis venir a mí para tener vida”. Es decir, os rehusáis a entrar en comunión conmigo.
Jesús les reprocha precisamente que pongan la fuente de la vida eterna en las Escrituras y no en Aquél de quien atestiguan las Escrituras que tiene vida eterna y la da.
Creer para interpretar
En asuntos de conocimiento de las Escrituras el primer movimiento ha de ser pues: “credo ut intelligam”. Creo para entender las Escrituras. Si no creo en Jesús, entonces las Escrituras se cierran sobre mí, me encierran en ellas mismas, me engullen y no alcanzo a ver el testimonio que ellas dan acerca de Jesús.
“Las Sagradas Escrituras han de ser leídas con el mismo Espíritu con que fueron escritas” ha vuelto a decirnos el Concilio Vaticano II en la Constitución Dei Verbum Nº 12, retomando un axioma de la tradición de los intérpretes católicos. Si quieres profundizar este hecho, estimado lector, puedes ver el Apéndice primero: El Oficio de Interpretar la Escritura. Una explicación de Santo Tomás retomada por el Vaticano II.
Entender las Escrituras no es fin en sí mismo y es, además, de alguna manera, acto segundo respecto de la recepción de la Revelación como testimonio del Padre y del Hijo. Jesucristo, el Verbo Encarnado, sigue obrando obras dignas de fe y aptas para suscitar la fe en su actual existencia resucitada.
“Si suponemos que la Encarnación del Verbo es real – dice Jean Guitton – se comprende que el testimonio sea el órgano necesario para conocerla. Porque este testimonio no atañe solamente a la carne, sino, como dice el Evangelio de san Juan, al Verbo hecho carne. Testigo es aquél que ve al mismo tiempo la realidad y el símbolo, lo temporal y lo eterno. Ese ve el ser, como aparece y como es a la vez” .
Jesús es quien vivifica a las Escrituras y no viceversa. La fe es la condición para entender y para convertirse en un intérprete, en un expositor de las Escrituras y en un predicador de las mismas. Sólo un espíritu abierto al triple testimonio acerca de Jesús: el del Padre, el de las obras, y al de la Escritura, es capaz de conocerlo. No es posible recibir el testimonio de la Escritura si no se conoce al Padre porque no se está en la comunión del Espíritu Santo filial y filializador.
Sería equivocado querer transitar primero el camino inverso: “intellego ut credam”. Querer entender primero las Escrituras para llegar a creer después en Jesús. El incrédulo que recurre a la Escritura, lejos de alcanzar la fe, - lo muestra tristemente la historia de tantos -, encontrará en Ella mayores argumentos para su incredulidad. Y si es un incrédulo militante,- también ofrece la historia numerosos ejemplos -, sacará de la Escritura objeciones y argumentos para impugnar la fe y acusar a los creyentes: “según nuestra Ley, debe morir” (Juan 19, 7). Es dramático que según la misma Escritura en la que creen tener vida eterna, condenen a muerte a aquél en quien estaba en realidad la oferta de la vida verdadera, pero al que no querían ir para tener vida. Pero ese drama no es puntual, sino arquetípico y acecha a todo exegeta.
Las Escrituras y el Rostro de Jesús
No toda ciencia bíblica, por lo tanto, “da vida eterna”, sino aquélla que cultiva un corazón creyente que escruta las Escrituras, no para quedarse en ellas, sino como quien corre por los valles y los montes detrás del amado de su alma, como la Esposa del Cantar.
Buscando mis amores
iré por esos montes y riberas
... ¡ Oh bosques y espesuras
plantadas por la mano del Amado !
El intérprete de la Escritura va a los textos para buscar en ellos el rostro del amado.
... ¡ Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!
Digamos de paso que es eso lo que el Papa Juan Pablo II nos propone en su Encíclica Novo Millennio Ineunte, cuando nos exhorta a buscar el rostro de Cristo en las Escrituras:
“La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, indicando oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto que san Jerónimo afirma con vigor: “Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo” . Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf. Jn 15, 26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. Jn 15, 27), que experimentaron personalmente a Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1 Jn 1, 1)” .
La Constitución Dei Verbum, recogiendo la doctrina tradicional del primado de la fe, enseña que: “la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que se escribió . Santo Tomás lo ha dicho también en una Cuestión Quodlibetal a la que volveremos: “Se ha de afirmar que las Escrituras han sido interpretadas y escritas por un mismo Espíritu” . El Espíritu Santo que animó al hagiógrafo es el que orientó a los grandes intérpretes.
De una ciencia bíblica que no obrara según este principio del primado del Espíritu Santo y de su efecto que es la fe, valdría decir lo que San Pablo: “La ciencia hincha, solamente la caridad edifica” (1 Cor 8,1). La hinchazón puede parecer gordura saludable, pero es pura apariencia de salud, en realidad es una enfermedad.
Y esto es verdad tanto respecto del individuo como de la Iglesia, que no se edifica con gnosis sino con fe y caridad. Se diría que en asuntos de interpretación de la Escritura, no basta el credo ut intelligam, sino que es necesaria la fe informada por la caridad, de modo que pueda decirse “amo ut intelligam”. Y a es a quien busca con esta caridad ardiente a quien se le ha hecho la promesa: “buscad y encontraréis” (Mt 7, 7; Lc 11, 9) y a estos tales se dijo también: “me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo corazón” (Jer 29, 13) y “Buscadme y viviréis” (Amós 5,4).
Volvamos a Jesús y a su invitación a escudriñar las Escrituras que dan testimonio de Él.
Jesús echa mano por fin al único testigo al que aún son capaces de creer sus oyentes, el testimonio delas Escrituras en cuya lectura son expertos y se complacen. Jesús les pide que las escudriñen con cuidado y les asegura que ellas también dan testimonio acerca de Él.
Con estas palabras, el Verbo eterno de Dios hecho hombre, enuncia el doble aspecto del oficio del intérprete de la Escritura: 1) Escrutarlas y 2) comunicar el testimonio de ellas acerca de Cristo.
Las Sagradas Escrituras hablan de Jesús. Hablan de Él en todos los momentos de su existencia. No sólo del Jesús “histórico”, nos hablan también del glorioso. Nos hablan de Él: antes de su Encarnación, como Verbo eterno del Padre; nos narran el hecho mismo de su Encarnación en el seno de María; informan de su vida oculta, de su vida pública, de sus milagros y de su impotencia para hacer milagros, de su Pasión, muerte y Resurrección. Atestiguan perennemente que Él está vivo; nos siguen hablando hoy de Él resucitado y sentado a la derecha del Padre. Ese testimonio está de alguna manera oculto en ellas y han de ser escrutadas para encontrar el testimonio que ellas dan acerca de Cristo y poder trasmitir ese testimonio.
En realidad, si escuchamos esta incitación de labios del resucitado, ya no queda lugar para separar al Jesús de la historia del Cristo de la Fe. Pues el Cristo del que daba - y sigue dando hoy -, testimonio la Escritura, es el que en ellas dice: “No temas, Yo soy el Primero y el Último, yo soy el viviente, estuve muerto, pero he aquí que estoy vivo por los siglos de los siglos y detento las llaves de la muerte y del abismo” (Apoc 1, 17-18) . A algunos esfuerzos por ir a buscar en las Escrituras al “Jesús de la historia” separado del Cristo hoy glorioso, merecerían el reproche, entre serio y risueño, de los Ángeles a las mujeres: “¿por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? (Lucas 24, 5).
Ambas acciones exigen la fe y el la asistencia del Espíritu Santo, pues ambas son dones suyos. El Espíritu Santo, mediante su don, comunica su condición de Maestro y Testigo, pues él es ambas cosas: “El os enseñará todas las cosas”, “Él da testimonio de mí”. Escudriñar las Escrituras y atestiguar son pues dos acciones propias del Espíritu Santo y de quienes son guiados por él y tienen en la Iglesia los carismas dones 1) de la interpretación, 2) de la exposición o enseñanza de la Sagrada Escritura y 3) de su predicación.
Las Escrituras dan testimonio de que Él vive y actúa., aunque no son las únicas en darlo: “De tres maneras dio Dios testimonio acerca de Cristo: por medio de sus obras, por medio de Él mismo, y por medio de las Sagradas Escrituras”. Esto que era verdad del tiempo de su vida mortal, sigue siendo verdadero en el tiempo después de su resurrección. El Padre y el Espíritu Santo siguen dando Testimonio acerca de Jesucristo por medio de sus obras de Resucitado, por medio de Él mismo que actúa poderosamente en los sacramentos de la Iglesia y por medio de las Escrituras que se siguen entendiendo y predicando.
El que cree en Él y lo ama, desea saber más acerca de Él. A ése la Unción interior del Espíritu Santo lo conduce a escudriñar las Sagradas Escrituras y ellas no dejan de darle testimonio, es decir de hablarle y revelarle cada vez más cosas acerca del Hijo hecho hombre.
Lo que el Padre y el Espíritu Santo testimonian en las Escrituras acerca del Hijo hecho hombre, está como oculto y debe ser revelado. Pero no como en ausencia suya sino precisamente por el ministerio del Hijo. Él es, en efecto, el principal intérprete y maestro de la interpretación de la Escritura.
El mismo Resucitado es quien vino explicando las Escrituras a la Iglesia y mostrando lo que ellas dicen de Él y es Él mismo. Hoy lo sigue haciendo por medio del carisma de interpretación que da a los intérpretes y a los predicadores. Éstos son por lo tanto ministros, administradores, servidores de la Palabra . El Espíritu Santo que había prometido es el que nos enseña todas las cosas y nos muestra toda la verdad
Las Escrituras le siguen mostrando “el rostro de Jesús”.
El ministerio del exegeta en la Iglesia está al servicio de esa explicación, esa ostensión del rostro, semejante a las ostensiones del Santo sudario de Turín. En ellas Jesús se muestra a sí mismo.
Por eso, se comprende que Juan Pablo II, hablando a la Pontificia Comisión Bíblica celebrara la aparición del Documento, un exegeta celebre los frutos de la ciencia bíblica creyente diciendo que es “por demás entusiasmante” .
PRIMERA CONFERENCIA
“EL DUEÑO DE CASA”
La Sagrada Escritura y la naturaleza de la Homilía
“Escudriñad las Escrituras, en las que pensáis tener vida eterna,
pues bien, ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5, 39)
Para hacer memoria de lo esencial
Jean Guitton comienza un libro suyo diciendo: “Abordo un tema difícil: lo esencial. Sobre lo esencial, en todos los dominios, se guarda silencio” .
Quisiera recordar en estas conferencias lo esencial acerca del lugar de las Sagradas Escrituras en la Homilía.
Uno de los motivos por los cuales es difícil hablar sobre lo esencial - en este asunto como en todos – es que, de lo esencial siempre puede decirse que “esas son cosas sabidas, consabidas y archisabidas”.
Este es un equívoco al que se debe responder diciendo que lo esencial en la vida no es solo un asunto de saber qué hacer sino de hacerlo, de vivirlo, de practicarlo.
El silencio acerca de lo esencial es particularmente preocupante cuando proviene del olvido de lo esencial. Y es particularmente dañoso y catastrófico cuando compromete – como es el caso de la predicación – lo más esencial: la salvación y santificación de los hombres. ¿Cómo se salvarán si no creen y cómo creerán si no se les predica? (cfr. Rom 10, 14).
Para renovar la práctica de la homilía, siempre es bueno recordar una y otra vez lo esencial acerca de ella. Volverlo a decir y no permitir que se hunda en el olvido de los "supuestos"” que por ser archisabidos, ya no se practican. No porque se haya olvidado la noción teórica, sino porque al implicitarse la teoría, ha dejado de vivificar la práctica.
“El que escucha mis palabras y las pone en práctica”, decía Jesús. Exigiendo la práctica de la enseñanza y declarando ineficaz la pura información (Cfr Mateo 7, 24-25)
A recordar lo esencial acerca del lugar de las Sagradas Escrituras en la Homilía dedicaré pues las exposiciones que siguen, en la certeza de que eso puede ayudarnos a crecer y perfeccionarnos en un ejercicio cada vez más auténtico, más esencial, y más gozoso de nuestro ministerio de la Palabra.
Plan de la exposición
El lugar de la Sagrada Escritura en la Homilía lo determina, por un lado, la naturaleza de la Homilía y por otro lado, los efectos o frutos que le son propios.
En esta afirmación quedan enunciados los dos hechos a los que quiero referirme.
1) Mirada desde el punto de vista de su naturaleza: la Homilía es palabra de Jesucristo y por lo tanto el lugar de las Escrituras en ella, es algo preestablecido por Jesucristo. Es el lugar que Jesucristo les reconoció y les asignó a las Escrituras en su vida y en su enseñanza.
2) Mirada desde el punto de vista de sus frutos: la Homilía es palabra de Jesucristo a su Iglesia. Y por lo tanto, el lugar de las Escrituras en la Homilía es el que Jesucristo les reconoció empleándolas como medios aptos para nuestra enseñanza, nuestra consolación y nuestro gozo espiritual, nuestra conversión y santificación.
A la consideración de cada uno de estos hechos le dedicaré una exposición. Y lo dicho en ellas lo retomaré en una tercera, dedicada a recordar lo que nos dicen San Agustín y Santo Tomás sobre los fines de la predicación; sobre la utilidad de la Escritura y sobre la relación que existe entre elocuencia profana, elocuencia sagrada, ciencia y sabiduría bíblica y carisma de la palabra.
La naturaleza de la Homilía: Palabra de Jesucristo
El lugar de la Sagrada Escritura en la Homilía se deduce en primer lugar de la naturaleza de la Homilía.
¿Y cuál es la naturaleza de esta particular forma de predicación sagrada que es la Homilía? Su naturaleza es ser Palabra de Jesucristo resucitado.
La afirmación puede resultar algo extraña. Ya sea porque les resulte a unos demasiado obvia y casi una verdad de perogrullo; ya sea, - todo lo contrario -, por sonarle a otros como extraña, exagerada y hasta errónea. Confío que la exposición definirá su sentido y sus límites.
La Homilía se dice in Persona Christi
Todos sabemos que el sacerdote celebra la Eucaristía “in Persona Christi”.
Si aplicamos este axioma a la Homilía, resulta que el sacerdote no sólo ofrece, consagra, sacrifica y da la comunión a los fieles “in Persona Christi”... sino que también pronuncia la Homilía in Persona Christi.
El ritual de la Ordenación confía al Presbítero “la función de enseñar en nombre de Cristo”.
La Homilía no es algo suyo, que le pertenezca y de lo que pueda disponer encarándola a su buen parecer. No es como una especie de entreacto semisecular, o semisacro o menos sacro, en medio de la acción sagrada. No es tampoco una tribuna en la que pueda tener lugar una peroración cortada según una razón natural filantrópica globalizada y de una fraternidad universal sin Padre.
En la encíclica Mystici Corporis Christi (1943) afirma Pío XII; “Él [Jesucristo] es quien por la Iglesia bautiza, enseña, gobierna, desata, liga, ofrece, sacrifica” .
Este hecho, dice el Papa, deriva de la misión jurídica del Salvador: “, así como el Padre me envió, así también yo los envío,... reciban el Espíritu Santo” .
Este hecho, en segundo lugar, implica la continuidad de su acción en la Iglesia: “Lo que nuestro Salvador inició un día cuando estaba pendiente de la cruz, no deja de hacerlo constantemente y sin interrupción en la patria bienaventurada” .
Y este hecho, por fin, supone la comunicación continua del Espíritu que asegura la animación divina de todo acto ministerial. Lo cual exige la unión inseparable del culto externo con un culto interno, de modo que tenga lugar una adoración en Espíritu y en Verdad.
La misión jurídica de los pastores se realiza mediante la misión invisible del Espíritu de Cristo, que está con ellos hasta el fin de los siglos .
El Resucitado sopla primero su Espíritu sobre los Apóstoles y después los envía. Sobreviene primero la efusión de Pentecostés y sale luego Pedro a Predicar.
Si en algún momento de la Iglesia, - diagnostica Pío XII - , un falso misticismo ha introducido una deplorable y falsa oposición entre el mandato y el soplo, es porque, desgraciadamente, un racionalismo ficticio, unido al llamado naturalismo vulgar, se había desentendido y olvidado del soplo y en vez de ejecutar un mandato se había limitado a cumplir una función .
La encíclica Mediator Dei (1947), vuelve a afirmar que el augusto sacrificio del altar es un acto de Cristo: “Idéntico es el sacerdote Jesucristo, cuya sagrada persona es representada por su ministro [...] éste se asemeja y tiene el poder de obrar en virtud y en persona del mismo Cristo” .
La Homilía: culminación de la liturgia de la Palabra
La Homilía es la cumbre, la culminación sacerdotal de la “Mesa de la Palabra”. Hasta esa cumbre eran admitidos los catecúmenos, que respondían con la profesión de fe, junto con los bautizados y a continuación se retiraban. De ahí en más, después de retirados, se tendía la mesa para los discípulos y se ofrecía el sacrificio entre los iniciados.
Así como cuando el sacerdote consagra es Jesucristo quien consagra, de manera análoga, cuando explica las Escrituras en la Homilía, es Jesucristo quien las explica. Jesucristo es tan Sumo y eterno Sacerdote cuando nos revela al Padre mediante la Palabra, como cuando se ofrece al Padre y nos asocia a su ofrenda en el Calvario y en la Cena. En ambos casos es Él el mediador y el Pontífice.
Este es pues nuestro punto de partida, que la Homilía es propiamente un acto de Cristo. Que en la Homilía el sacerdote no debe enseñar menos “in Persona Christi” de lo que ofrece y consagra, de lo que sacrifica y da en comunión. El acto de hablar y trasmitir la palabra del Padre, tanto como el de ofrecer el sacrificio a Dios, los hace el sacerdote en nombre y en virtud de Cristo. Cosa que no puede suceder si no es en comunión con su Espíritu. Al ir al ambón o al púlpito debe abrirse al soplo del Espíritu que el resucitado no deja de exhalar sobre los que envía.
Jesucristo el gran mistagogo. La Homilía cumbre de la revelación mistagógica
En Jesucristo, - Palabra del Padre hecha hombre -, la enseñanza y la vida son una misma cosa. Él nos enseñó a ser Hijos primero con su vida y luego con su doctrina, la cual no consiste en otra cosa que en la expresión de su ser y su vida, su filiación y su obediencia filial, su vivir de cara al Padre; olvidado de sí y de su propia gloria enteramente vuelto hacia la gloria del Padre. Jesucristo no enseña otra cosa que lo que vivió. Y no vivió otra cosa sobre la tierra que lo que vive eternamente en el seno de la Trinidad como Hijo eterno; y lo que vive ahora, con su humanidad, sentado a la derecha del Padre.
Pablo se refiere a la predicación de Jesucristo como la revelación de un misterio oculto en Dios desde los siglos. Un misterio que nos revela Jesucristo, estableciendo a los que le creemos, firmemente, sobre su palabra: “A Aquél que puede confirmaros conforme a mi evangelio y a la predicación de Jesucristo, conforme a la revelación del misterio mantenido oculto por los siglos pero manifestado ahora” (Rom 16, 25 ).
Jesucristo es pues, el gran mistagogo. Y la Homilía es la cumbre de la revelación mistagógica, donde se revela y desvela lo que el Espíritu decía y velaba en la letra de las Escrituras.
Lo que Moisés ocultaba tras el velo, lo leemos en el rostro descubierto del Hijo y su contemplación nos transfigura (2 Cor 3,18 ). Un misterio fascinante y glorioso, no cesa de ser contemplado y su contemplación jamás cansa, porque nos renueva, transfigurándonos, para hacernos cada vez más capaces de contemplarlo. Ante el misterio insondable e inagotable, no cesa el Señor de hacer crecer nuestra capacidad de contemplarlo fascinados y amarlo cautivados.
Porque su promesa supera su fama (Salmo 137,2).
Ese misterio se revela, sucede y se celebra en el culto sacramental eucarístico y es en él donde nos quiere introducir Jesucristo en la Homilía, desde su sede a la derecha del Padre, a fin de prepararnos a tomar parte fructuosa en la celebración. “A vosotros os es dado el misterio del Reino de Dios” (Marcos 4, 11 ).
Ministros de la palabra y dispensadores de los misterios
Los sacerdotes hemos sido llamados a prestar nuestra voz a esta palabra mistagógica de Jesucristo. Citando a San Juan Crisóstomo, dice Pío XII en la Mediator Dei, que el sacerdote, “en cierto modo, presta a Cristo su lengua y le tiene su mano” . A la luz de esta observación, se entiende mejor el sentido de lo que leemos en el decreto conciliar Presbiterorum Ordinis, cuando afirma que los sacerdotes: “siempre han de enseñar no su propia sabiduría, sino la palabra de Dios” . “¡Ay de los que se callan de ti!” - decía San Agustín - “no son más que mudos charlatanes” .
No puede, - no debería haber - distancia entre el lenguaje que habla el corazón del ministro y el lenguaje del corazón de su Señor.
Si la hubiera, cabría deplorar lo que deploraba el Rabino Abraham Heschel, hablando como invitado en un congreso de teólogos cristianos: “Siempre me ha resultado intrigante lo muy apegados que parecen estar ustedes a la Biblia y cómo la manejan luego igual que los paganos. El gran desafío para aquellos de nosotros que queremos tomar la Biblia en serio, es dejar que nos enseñe sus categorías esenciales propias; y después, pensar nosotros con ellas, en lugar de pensar acerca de ellas”.
Hablando del sacrificio de Cristo sacerdote dice Santo Tomás algo que se aplica también a su modo de enseñar: “En la oblación del sacrificio de todo sacerdote se pueden considerar dos cosas, a saber, el sacrificio mismo ofrecido y la devoción del que lo ofrece. El efecto propio del sacerdocio es lo que resulta del sacrificio mismo. Pero Cristo consiguió por su Pasión la gloria de la resurrección, no como por la virtud del sacrificio, que se ofrece a manera de satisfacción, sino por la misma devoción con que soportó humildemente su Pasión por caridad” .
De igual manera, en la enseñanza de Jesucristo, se puede considerar lo que enseña y la devoción, la unción, es decir el Espíritu, con que lo vive y la trasmite.
Esto es aplicable al modo de predicar de Jesús y también a nuestro ministerio sacerdotal. También en nuestro modo de enseñar y de interpretar las Escrituras se puede considerar la explicación misma del que enseña y la devoción, la unción, la inspiración del Espíritu Santo, del que vive lo que enseña. Quizás sería mejor decir: Del que vive en el que enseña.
Eso importa mucho para el fruto de la predicación, es decir, para que el que escucha oiga no al ministro sino a Jesucristo por el ministro, y de esa manera ponga también en práctica y viva las palabras de Jesucristo (Mateo 7,24).
Entre el misterio que atesora el corazón de Jesucristo y el que ocupa el corazón de su ministro no puede haber distancia. ¿Cómo podría introducir a otros a los misterios si él mismo estuviese afuera? Ahora bien, la comunión en un mismo Espíritu es el que asegura la inhabitación y por lo tanto acerca y elimina las distancias.
Pero estas consideraciones me han apartado algo de la consideración de la Homilía como palabra de Cristo, para atender a las condiciones del ministro que la predica in Persona Christi. Ellas entran más bien en la materia de la próxima exposición. Volvamos pues al tema inicial, del cual nos estamos ocupando en ésta.
Jesucristo, intérprete de las Sagradas Escrituras
Si la Homilía es palabra de Cristo, la interpretación de las Sagradas Escrituras en la Homilía es, antes que nada, un acto de aquél “Apóstol y Sumo sacerdote de nuestra fe” que, según el testimonio de la carta a los Hebreos, es digno de fe (pisto.j: pistós) en todas sus enseñanzas y por eso fue constituido por el Padre, como Hijo, superior a Moisés y a los ángeles, al frente de su propia casa, que somos nosotros, para enseñarnos la Verdad (Cfr. Hebreos 3, 1-6).
Como maestro de la verdad, Él es, pues, el intérprete autorizado de la palabra de Dios contenida en las Escrituras. De esa palabra dice San Pedro: “ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia” (2 Pedro 1, 20). Es Dios quien le ha dado un sentido y ha confiado ese sentido a su Hijo.
Jesucristo es el único autorizado y divino intérprete de las Escrituras. Él, movido por el Espíritu Santo, por el Espíritu de la Verdad, las interpretó primero para vivirlas y cumplirlas perfectamente; y luego para explicarlas. De modo que las Escrituras y su Vida, se explicaran recíprocamente.
Jesucristo es pues, en la Homilía, el que nos habla e interpela con su vida y doctrina, y nos comunica su Espíritu para que podamos también nosotros entender las Escrituras con el mismo Espíritu en que fueron escritas . El Espíritu que se necesita para entenderlas y exponerlas, es el mismo Espíritu en que Jesucristo las leyó, las entendió y las vivió. De este modo, el Hijo vivió en comunión de Espíritu con la letra de las Escrituras, viviéndola, vivificándola con su vida, inspirándolas con su Espíritu y dándoles perfecto cumplimiento.
En la Homilía, Jesucristo mismo vuelve a animar con su vida y su Espíritu una Letra de la Escritura que, sin Él, conduciría, o podría conducir, a la muerte.
Jesús, el servidor fiel
A este Jesucristo dispensador de las Escrituras como un pan de la verdad, refiero el logion del evangelio según san Mateo “¿Quién es, pues, el servidor fiel y prudente (ho pistós doulos kai fronimós) a quien el Señor puso al frente de su servidumbre para darles la comida a su tiempo?” (Mateo 24, 45 ).
Este siervo confiable y prudente no es otro que Jesucristo, el siervo de Dios, anunciado por Isaías como servidor enviado a evangelizar las naciones remotas y como servidor sufriente.
“He aquí a mi siervo, a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él, enseñará mi doctrina (Ley, torah) a las naciones. No vociferará ni alzará el tono... y su instrucción escucharán las islas remotas” (Isa 42, 1-4).
Jesucristo, con su vida, se ha hecho confiable al Padre. Y por eso es también confiable para nosotros: porque enseña lo que vivió..
El calificativo “pistós”, confiable, digno de fe, que se le da a Jesucristo en la Carta a los Hebreos , tiene ese doble aspecto: Jesús es pistós, confiable para el Padre y es pistós, digno de fe para nosotros. El Padre le confía su casa. Nosotros le damos fe.
Y cuando interpreta las Escrituras es veraz, porque las comprendió y las cumplió todas en sí.
Carácter magisterial del sacerdocio
En sus conferencias sobre la Cristología sacerdotal de la Carta a los Hebreos, el Padre Albert Vanhoye demuestra exegéticamente que el calificativo “digno de fe”, (pistós):
“se refiere a la autoridad de la palabra de Cristo y corresponde a uno de los aspectos específicos del sacerdocio del Antiguo Testamento, es decir el deber de hablar en nombre de Dios y su función de maestro. El sacerdote debía enseñar, es decir, debía indicar a los fieles la voluntad de Dios, responder con autoridad divina a quien iba a consultar a Dios, a quien quería conocer los caminos del Señor. Debía enseñar las Torot (‘instrucciones’) o la Torá, la Ley del Señor” .
El aspecto magisterial del ministerio sacerdotal era muy importante ya en el Antiguo Testamento, por lo que los profetas reprendían a los sacerdotes que no cumplían este deber.
Pues bien, este rol magisterial del sacerdote es importante – afirma Vanhoye – para comprender que la función docente, el magisterio de Jesucristo y el magisterio de los obispos y de los presbíteros, es parte esencial, constitutiva de su misión sacerdotal.
Jesucristo, que es el modelo de Pastores, nos enseña con su ejemplo cuál es el lugar de la Escritura en su predicación sacerdotal. Y nosotros, como partícipes de su sacerdocio, no podemos apartarnos de su modo sacerdotal de enseñar con la Escritura.
Puesto que la enseñanza es un aspecto integrante de la acción sacerdotal de Jesucristo, al actuar “in Persona Christi”, hemos de poder decir, glosando a San Pablo: “ya no yo, sino Jesucristo es quien enseña en mí, por mí, a través de mí” (Cfr Gal 2, 20).
Como mediador entre Dios y los hombres, el sacerdote del Antiguo Testamento era un hombre que entraba en la casa de Dios, ofrecía sacrificios, ingresaba en el Santo de los Santos, escuchaba la palabra de Dios y la llevaba después al Pueblo que no estaba en situación de entrar al corazón del templo. Lo que sucedía en el Antiguo Testamento era figura del Nuevo. Como Moisés fue instituido servidor al frente de la casa de Dios, así Jesucristo ha sido instituido ahora, como hijo, al frente de la casa que somos nosotros.
Jesucristo glorificado es ahora “el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe”. Digno de confianza para el Padre, que lo pone al frente de su casa y le entrega el Reino. Y digno de confianza para nosotros (Cfr. Hebreos 3, 1-6).
El autor de la Carta a los Hebreos, observa Vanhoye: “pone al sacerdocio de Jesús en relación con la fe y con la profesión de fe. Jesús, pues, tiene el derecho al título de sumo sacerdote porque tiene una tarea activa en relación con la fe y con la profesión de fe, más aún, una función trascendental: nuestra fe en Dios se basa en el ministerio de Jesucristo. Jesucristo nos habla en nombre de Dios; Jesucristo resucitado, su palabra, exige y requiere adhesión de fe, haciéndola posible. Pero, además, Jesucristo, en cuanto sumo sacerdote, logra que llegue hasta Dios nuestra profesión de fe” .
De la Homilía a la profesión de fe
Por algo la profesión de fe viene a continuación de la homilía. Porque es su fruto natural e inmediato. La palabra de Jesucristo produce fe en los corazones creyentes, la reaviva, la aumenta, la inflama. Su palabra da la vida. Él solo tiene palabras de vida eterna.
Por eso – explica Vanhoye – la Carta a los Hebreos atribuye a Jesús, en paralelo con el título de Sumo Sacerdote, el título de Apóstol de nuestra fe. Apóstol quiere decir enviado, enviado como mensajero.
Puede parecer extraño ver atribuido el título de Apóstol a Jesús y es en verdad otra de las tantas originalidades de la carta a los hebreos. Pero el mismo Jesucristo se presenta como enviado por el Padre: “así como el Padre me envió (apéstalken)” . El Hijo, enviado del Padre, habla en su nombre y trasmite su palabra.
Nosotros, como ministros de Jesucristo resucitado trasmitimos la revelación de nuestra vocación celeste,. A ella nos llama Jesucristo hablándonos “desde el cielo” (Hebr 12, 25) e invitándonos a entrar en el reposo de Dios.
La Homilía como cátedra de Jesús Resucitado
La Homilía es, pues, como venimos diciendo, el lugar privilegiado dentro de la liturgia eucarística, desde el cual Jesús ejercita su misión sacerdotal de enseñar, de trasmitir lo que el Padre le envía a decirnos, lo que eternamente sigue comunicando desde el trono a la derecha del Padre. Desde la Homilía, Jesús reclama nuestra atención, nuestra adhesión de fe. Él es digno de fe y tiene derecho a que le creamos. El Padre lo ha encargado porque es servidor confiable de su designio y nosotros, como sacerdotes debemos trasmitir su enseñanza y su Espíritu y como creyentes hemos de recibir su mensaje confiando en él.
“Puesto que tenemos un sumo sacerdote que ha penetrado en los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengamos firme nuestra profesión de fe” (Heb 4,14). Este texto expresa – como observa Vanhoye – “la íntima trabazón existente entre la Palabra y el sacerdocio [el de Jesucristo, y el nuestro que es participación en el suyo]. Tenemos un Sumo Sacerdote con una posición de plena autoridad; Él es grande, ha atravesado los cielos, es el Hijo de Dios. Por tanto debemos entregarle nuestra fe, nuestra adhesión, hacer firme nuestra profesión de fe”.[...] “El primer aspecto del sacerdocio de Jesucristo es, por tanto, el de la autoridad de la palabra de Dios. Esto es importante para nuestro sacerdocio ministerial, que expresa y representa el sacerdocio de Jesucristo; en consecuencia, el aspecto de la palabra de Dios [que se revela en la Tradición y la Sagrada Escritura] debe ser fundamental para nosotros” ...
¡Sí! queremos ser ministros confiables y dignos de fe como lo fuiste tú. Que acreditaste las Sagradas Escrituras con tu vida. Queremos hablar ya no nosotros, sino Tú en nosotros. Queremos ser evangelios vivientes como Tú, y que Tú hagas de nosotros la mejor explicación de las Escrituras. Sopla sobre nosotros tu Espíritu y envíanos.
Jesús intérprete confiable de la Sagrada Escritura
El testimonio de la carta a los Hebreos acerca de la confiabilidad de Jesús, coincide con el dicho del evangelio según san Mateo, que citábamos hace un momento, acerca del servidor confiable (pistós) y prudente, (fronimóos) a quien se le confía el cuidado de la casa (24, 45).
El dicho de Mateo, decíamos, se aplica en primer lugar a Jesús. Él es ese mayordomo confiable (oikodomos pistoós). El primer administrador de la casa del Padre en quien el Padre confía.
Sumo Sacerdote es plenamente creíble y digno de fe cuando interpreta las Sagradas Escrituras. Nada puede agregarse ni quitarse a su enseñanza.
Todo ministro de la palabra, es enviado por él, como servidor de esa palabra suya, de la que no puede adueñarse para desviarla hacia otros sentidos caprichosos y arbitrarios, acomodaticios o extrínsecos. Quien esto hiciera advirtiendo lo que hace, sería un administrador infiel, indigno de confianza, estaría abusando de su administración, malversando bienes, enterrando talentos o apoderándose de la viña. Y si lo hiciera sin darse cuenta, sería un incompetente, y por eso igualmente indigno de un cargo de confianza.
El principio hermenéutico fundamental
Veamos pues ya qué nos dice Jesucristo, este intérprete veraz, acerca del sentido de las Escrituras. En su palabra encontramos cuál ha de ser la clave de interpretación – la clave hermenéutica, como le gusta decir a los académicos - para nosotros en nuestro ministerio sacerdotal.
Ese principio de interpretación que revela el lugar de las Escrituras en la predicación de Cristo y por lo tanto en la Homilía, dice así:
“Escudriñad las Escrituras, en las que pensáis tener vida eterna, pues bien, ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5, 39 ).
Todas las Sagradas Escrituras hablan de Jesucristo. Más: dan testimonio de quién es Él.
Por algo decía San Jerónimo que ignorar las Escrituras era ignorar a Cristo. No hablan de otra cosa que de Él.
El lugar de las Escrituras en la Homilía puede definirse por lo tanto como el lugar que Jesús les da a ellas como testimonios del Padre y del Espíritu acerca de sí mismo: “Escudriñad las Escrituras, ellas dan testimonio de mí”.
Aplicando este principio, la carta a los Hebreos recorrerá las Escrituras y encontrará en ellas una “nube de testigos” (nefos martyron) que envuelve a los creyentes en medio de las pruebas a las que se ven sometidos, como en la nube gloriosa del Monte Tabor, como en una Shekhiná, que los protege y los anima a “correr con fortaleza la carrera que se nos propone” (Heb 12, 1-2 ).
Las Escrituras contienen, según lo que nos revela la interpretación de la Carta a los Hebreos, una nube de creyentes. ¡Qué hermosa revelación acerca de lo que es una comunidad de creyentes! Una nube de creyentes que nos envuelve y nos anima.
Jesucristo resucitado hará una aplicación parecida del mismo principio en su conversación con los discípulos de Emaús, recorriendo y explicándoles a la luz de las Sagradas Escrituras, de Moisés, los profetas y los Salmos, que era necesario que el Mesías padeciese estas cosas para entrar así en su gloria (Lucas 24, 25-27; 44-47).
Podemos considerar que ésta es la primera gran homilía pascual de Jesús, tenida de camino y antes de la fracción del Pan. ¿No nos enseña, en ella, Jesús mismo, como en un modelo perenne, cuál es y ha de ser el lugar de las Sagradas Escrituras en la Homilía?
A esta acción corroboradora, fortalecedora en las pruebas, propia de las Escrituras, que pone de manifiesto la Carta a los Hebreos y la explicación de las Escrituras a los de Emaús, la llama Pablo “el consuelo que dan las Escrituras” (paraklésis ton grafón) (Rom 15,4 ). Y su efecto es mantener firme la esperanza.
Así como las Escrituras iluminan el sentido de la Pasión, pueden y deben iluminar también los demás misterios de la vida de Jesucristo. Pues en toda su vida cumplió, como Hijo, la voluntad del Padre cumpliendo las Escrituras: “Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido [es decir, todas las obras que el Padre le había encomendado hacer] para que se cumpliera la Escritura, dice: “tengo sed” .... y cuando Jesús tomó el vinagre, dijo “todo está cumplido” [en mi sed me dieron vinagre, Salmo 69, 22] y entregó el Espíritu” (Juan 19, 28.30)
El Evangelio de Mateo insiste particularmente en el cumplimiento de las Escrituras en la vida de Jesucristo. Y hay detrás de esta insistencia un énfasis propiamente pneumatológico. Jesús cumple en su vida todas las Sagradas Escrituras a la perfección. De modo que su misterio no sólo las explica e ilumina a todas, sino que de algún modo las inspira al llevarlas a su perfección, a su plenitud de sentido. No por abolición, sino por cumplimiento. “No he venido a abolir ... sino a dar cumplimiento” (Mateo 5, 17).
Los salmos muestran a menudo cómo Jesús se hizo intérprete de las Sagradas Escrituras con su misma vida interpretando el Espíritu que había hablado en ellas y vivificándolas con el suyo, que era el mismo y lo impulsaba a vivir dándoles cumplimiento perfecto y hasta el fin.
Voy a poner un solo ejemplo: cuando, como justo sufriente, Jesús, desde la cruz, recita el salmo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Los evangelios no dicen que haya pronunciado lo que sigue más abajo: “anunciaré tu nombre a mis hermanos, te alabaré en medio de la iglesia” (Salmo 22, 23). Sin embargo, es indudable que en la intención misma de Jesús estaba el recitarlas y que se comprendía a sí mismo, en esa situación, como en una cátedra desde donde anunciaba el nombre del Padre a la vez que entregaba el Espíritu.
Permítaseme aquí una pequeña digresión. San Pablo afirma también que “toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia; y así el hombre de Dios se encuentra perfecto y preparado para toda obra buena” (2 Tim 3,16-17 ).
Se suele interpretar este dicho de Pablo pasando por alto su profundidad cristológica, como si remitiese a la Escritura como a cantera de valores morales que se pudieran vivir independientemente del conocimiento del misterio de Cristo en toda su anchura y profundidad. Es un ejemplo o un caso de lo que podríamos llamar la reducción puritana de la interpretación de la Escritura. Ante estas lecturas de la Sagrada Escritura como depósito de “ejemplos y hechos de vida” desconectados de Cristo, se suscita un asombro análogo al que le producía al rabino Abraham Heschel el uso de la Escritura por parte de algunos teólogos. Pero, como diré en la próxima exposición, la Escritura es piedra fundacional de la cultura cristiana en la medida en que revela el misterio de Cristo como fundamento de la vida cristiana, o dicho de otro modo, la cultura creyente.
Jesús, dechado de servidores fieles.
“Todo escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es semejante al hombre dueño de casa , que saca de su tesoro cosas nuevas y viejas” (Mateo 13, 52 ).
Me gusta tomar este dicho de Jesús, como punto de partida para poner a su consideración cómo es que los servidores fieles tienen en Jesús su modelo y dechado.
En este dicho de Jesús, aparece clara la ley de la identificación entre él y sus servidores. Si alguien quiere ser un “escriba instruido en el Reino de los Cielos” tiene que “hacerse semejante al hombre dueño de la casa”.
¿Quién es, si no, ese hombre dueño de casa que saca de su tesoro lo nuevo y lo viejo? ¿y cuál es ese tesoro? ¿Y qué cosa son lo nuevo y lo viejo?
El Hombre dueño de casa: un título de Jesús
Sin adentrarme en argumentaciones y pruebas exegéticas, afirmo que el hombre dueño de casa, es Jesús. El texto afirma claramente que Él es el modelo a quien ha de imitar el escriba bien instruido.
De nuevo aparecen en este texto las mismas imágenes y el mismo vocabulario que asocian la interpretación de las Escrituras con la administración doméstica.
Me detengo, llevado por esta idea, a recordar que San Pablo reclama del obispo que sea un buen administrador de su casa y su familia. La administración de la Escritura y el partir el Pan, van juntos. Porque no sólo de pan vive el hombre sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios.
Pero volvamos a lo que venimos considerando. Que Jesucristo es el modelo al que hemos de asemejarnos como intérpretes y expositores de las Sagradas Escrituras, si queremos ser un escriba (grammateus) bien instruido (matheteutheís) en la nueva ley de gracia.
Este dicho de Jesús clausura el discurso de las Parábolas, donde se nos ha presentado, en parábolas, como Maestro, como el sembrador de la Palabra, como el Hijo del Hombre.
Por un lado ha dado su ejemplo, por otro lado su doctrina. Ahora concluye abriendo la puerta a la imitación.
El escriba que se ha hecho discípulo termina siendo semejante. El camino de la configuración pasa por el camino del discipulado. Y el camino del ministerio de la enseñanza, el camino del magisterio, pasa por la configuración, por el asemejamiento, por la homoiosis.
Jesús es “el hombre dueño de casa” a quien todo buen escriba que se ha hecho discípulo suyo, termina asemejándose. Divino contagio. Es este un título de Jesús que no se suele enumerar entre sus títulos y nombres: El dueño de la casa.
También la carta a los Hebreos nos presentaba – como hemos visto antes - a Jesús como Hijo, puesto por el Padre al frente de su casa. Otros pasajes del Nuevo Testamento nos lo presentan consumido por el celo de la casa de su Padre (Jn 3, 16-17). Y esta conciencia está en Jesús ya desde niño: “¿No sabían que tenía que estar en lo de mi Padre?” (Lucas 2, 49).
Él es pues el hombre dueño de casa a quien han de imitar los intérpretes de la Escritura. Por divino contagio suele apoderarse de ellos ese mismo celo devorador por la casa de Dios, que los hace a la vez sufrientes y felices. Un celo que los lleva a veces, como a Jesús, a limpiar la casa del Padre sin medir las consecuencias que pueden ser mortales, como lo fueron para Jesús.
El tesoro del Padre
En cuanto al tesoro, de donde el dueño de casa saca lo nuevo y lo viejo, no es otro que el tesoro en que el Hijo tiene puesto su corazón. Y donde enseña que tiene que ponerlo todo el que quiera vivir como Hijo: “donde está tu tesoro allí está tu corazón”, es decir “en el Padre” (Mateo 6, 21.24.26).
El Hijo no tiene nada propio, pero lo recibe todo del Padre. Por eso, su tesoro está en el Padre: “Todo lo que tiene el Padre es mío” (Juan 16, 15 ); “Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío” (Juan 17,10 )
Del Padre brota todo sentido nuevo y antiguo de la Palabra, ya que Él es quien se dice en su Hijo.
No parece peregrino ver, en el tesoro del que habla este texto, el depósito de la Revelación, donde la Escritura es lo antiguo y la Tradición lo que siempre es nuevo. Ni parece peregrino reconocer en el escriba bien instruido, al Magisterio encargado de dispensarlo - y de quien, como sacerdotes, somos partícipes,- para sacar del tesoro de amor del Padre vida antigua y nueva, como era en un principio ahora y siempre y por los siglos de los siglos.
Ni han de considerarse contradictorios o ajenos entre sí ambos significaciones del tesoro, porque el contenido de la revelación y del depósito no es otro que el conocimiento del Padre y del Hijo (Lc 10, 20-22)
Ésta es la naturaleza y la dinámica divina de la Homilía, donde Jesús ilumina su misterio con la Escritura, a la Escritura con su vida y la vida de los fieles con su misterio del que hablan las Escrituras..
Resumiendo pues, para finalizar:
La Escritura ha de interpretarla, el ministro, en la Homilía, hablando in Persona Christi. Como oikodomós, como mayordomo de la casa, ya que Jesucristo es el oikodespotes, el Señor, el Dueño de la Casa.
Para hacerlo así, subordinada, ministerialmente, el ministro ha de ser, como Pablo “imitador de Jesucristo” y proponerse, como él, a la imitación de los fieles “sed imitadores míos como yo lo soy de Jesucristo” (1 Cor 4, 16; 11,1; Flp 3, 17; 1 Tes 1,6), invitándolos a tener “el mismo sentir que Cristo Jesús” (Flp 2,2.5-11), hasta que “Cristo se haya formado en ellos” (Gal 4,19). Ha de ser, como decíamos una interpretación viviente de la Escritura.
Este es el lugar que tiene la Sagrada Escritura en la Homilía atendiendo a su naturaleza.
Y esto no es una ley. Esto es una bienaventuranza. Es una promesa de felicidad.
“Bienaventurado será aquel siervo a quien, cuando su señor venga, le encuentre haciéndolo así” (Mateo 24, 46 ).
SEGUNDA Y TERCERA CONFERENCIA
“ESTAS SON AQUELLAS PALABRAS MÍAS”
La Sagrada Escritura y los frutos de la Homilía
Yo os he elegido para que llevéis fruto
(Jn 15, 16)
Nexo con la exposición anterior
Hemos considerado en la exposición anterior el lugar que tiene la Sagrada Escritura en la Homilía en razón de su propia naturaleza: como palabra de Jesucristo acerca de sí mismo, predicada in persona Christi por el sacerdote.
Vamos a considerar ahora el lugar de la Sagrada Escritura en la Homilía en relación con los frutos de la predicación.
Mirada desde el punto de vista de sus frutos: la Homilía es palabra de Jesucristo a su Iglesia.
La predicación del misterio de Jesucristo, in persona Christi, por parte de los que lo han conocido, produce frutos de vida de fe y de santidad: “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti” (Jn 17, 3 ).
Podemos decir que el lugar de las Escrituras en la Homilía es, - también desde el punto de vista de sus frutos, o sea de su eficacia -, el lugar que Jesucristo les asignó.
Jesucristo re-inspiró, de alguna manera, las Sagradas Escrituras:
1) cumpliéndolas en su vida;
2) interpretándolas;
3) empleándolas para enseñar, consolar, confortar, alegrar, convertir y santificar.
A la consideración del lugar de la Sagrada Escritura en relación con los frutos o la eficacia espiritual de la predicación, dedicaré ahora la exposición que sigue. Por su extensión, la dividiré en dos conferencias. Comenzaré exponiendo, en la primera, la concepción que encuentro en san Pablo y luego, en la segunda, mostraré cómo la concepción de Pablo se calca fielmente sobre el modo de obrar de Jesucristo resucitado.
SEGUNDA CONFERENCIA
“ÉL MISMO NOS CAPACITÓ COMO MINISTROS”
La eficacia espiritual de la Escritura según san Pablo
Toda la Escritura es inspirada por Dios
y es útil para la enseñanza, para la reprensión,
para la corrección, para la instrucción en justicia
(2 Tim 3:16)
Pues todo lo que fue escrito anteriormente
fue escrito para nuestra enseñanza,
a fin de que por la perseverancia
y la exhortación de las Escrituras
tengamos esperanza.
(Rom 15,4)
En el primer texto que vamos a tomar en consideración (2 Tim 3, 16-17), San Pablo reconoce y recomienda la eficacia de las Sagradas Escrituras en términos de utilidad o de provecho para la perfección de la vida del hombre de Dios.
“Toda la Escritura es inspirada por Dios (theopneustós) y útil, (ôfélimós = provechosa) para la enseñanza (didaskalía), para la reprensión (epanofrosyne: llamda a reflexión), para la formación (paideia), para la educación en la justicia (dikaiosyne); para que el hombre de Dios sea perfecto, (artios), y esté bien dispuesto (bien entrenado capacitado = exertisménos) para toda obra buena” (2 Tim 3,16-17 )
Las Escrituras: provechosas si son inspiradas
Las traducciones parecen dar por supuesto y por lo general dan a entender, que San Pablo considera que todas las Sagradas Escrituras inspiradas son provechosas para la vida cristiana .
En realidad, el texto no afirma explícitamente la existencia de una relación causal entre inspiración y utilidad: “inspiradas y por eso provechosas”; sino que juxtapone simplemente ambos conceptos mediante la conjunción “y”: “inspirada por Dios y provechosa”.
Ciertamente, cabe entender esta construcción como implicando un sentido causal. Pero como lo que no se explicita no se enfatiza, puede decirse por lo menos, que en este texto, Pablo no estaría enfatizando la relación causal.
Por el hecho de no enfatizarla, podemos interpretar que no es lo que San Pablo tiene intención de destacar más. Ya sea porque lo da por supuesto, ya sea porque su atención apunta más a destacar la variedad de provechos que enumera que su causalidad escriturística.
Incluso puede entenderse, y nos inclinamos a interpretarlo así, que Pablo atribuye la utilidad, más que al término “toda la Escritura”, a su condición de “inspirada por Dios”. Nos inclinamos pues a entender que Pablo quiere decir que: “Toda la Escritura es provechosa por estar divinamente inspirada...”.
Si los frutos de la Sagrada Escritura derivan de su condición de inspirada por Dios, es importante comprender qué entiende y quiere decir Pablo con el epíteto theopneustós = “inspirado por Dios”. Ya que la Escritura sería provechosa, no por sí sola, sino por su condición de ser inspirada por Dios. O si se la lee en el Espíritu de Dios.
Esto tiene importancia para nuestra consideración del lugar de la Sagrada Escritura en la Homilía en atención a los frutos de la predicación. Porque no sería lo mismo darle lugar a la Escritura en la Homilía, que darle lugar a la inspiración divina de la Escritura en la Homilía.
El significado de esta palabra, theopneustós, que aparece sólo en este lugar del Nuevo Testamento, no es del todo claro. ¿Cómo la entiende Pablo? ¿Es una cualidad que tiene toda la Escritura por sí misma y aún anteriormente a Cristo? ¿O es una cualidad que ha recibido de Cristo como por infusión del Espíritu de Cristo, como consecuencia de haberla cumplido en su vida, y explicado su sentido?
Parece ser, a todas luces, algo que depende también en gran parte de la buena inspiración del intérprete: de ese hombre de Dios para cuya perfección resulta provechosa y a quien por ser tan de Dios como lo es el Espíritu que inspira la Escritura, ésta es capaz de librarle su correcto sentido y él es capaz de aprovechar con ella.
¿En qué momento ha sucedido este soplo espiritual de Dios que insufla la Escritura con su Espíritu? ¿Ya desde antes de Cristo? ¿por la vida y la predicación de Cristo?
¿por la enseñanza de Cristo resucitado? ¿Es una inspiración puntual y que ha cesado o es algo que sigue siendo producido por el soplo del que está sentado a la derecha del Padre y sigue enseñando a su Iglesia mediante el Espíritu, Promesa del Padre que enseña todas las cosas?
Estas preguntas ya sugieren una vía de respuesta.
Pablo parece tener una visión distinta de lo que son las Escrituras antes y después de cumplidas por Cristo. Una cosa son las Escrituras tal como estaban antes de Cristo y siguen siendo interpretadas por los que no creen en él, escritas en las tablas de piedra y otra cosa tal como están escritas ahora en corazones de carne y leídas en el Espíritu.
Creo que vale la pena detenernos un poco a comprobar en algunos textos paulinos esta visión de la diferencia entre un antes y un después en la condición salvífica de las Escrituras.
Entre otros textos paulinos que podrían tomarse, me limitaré aquí a examinar el pensamiento de san Pablo en los capítulos dos al cuatro de la segunda carta a Corintios. Creo que ellos reflejan esta visión de Pablo sobre un antes y un después de la “theopneusis” o “insuflación divina” de las Escrituras.
La Escritura que sola mata, o inspirada, da vida
Oigamos a Pablo en la Segunda Corintios
“No somos – dice Pablo - como esos muchos que tabernean con la palabra de Dios, sino que hablamos en Cristo como desde la sinceridad, y como de parte de Dios, y como en presencia de Dios” (2 Cor 2, 17 ).
Y, extremando su advertencia, pone en guardia contra la letra de la Escritura que puede matar si no está animada por el Espíritu de Cristo que la hace vivificadora: “la letra mata, pero el Espíritu vivifica” (2 Cor 3, 6 ).
El que vivifica, por lo tanto, no es el texto mismo, sino el Espíritu de Cristo actuante en el Apóstol y en los verdaderos intérpretes y ministros de la palabra; en aquellos que son perfume de vida para vida y no perfume de muerte para muerte.
Pablo califica a “esos muchos” que usan mal la escritura con el término griego “kapêléuontes” que he traducido con el neologismo “tabernear con la Escritura” porque quisiera expresar aquí algo que las versiones no logran trasmitir.
Me parece conveniente detenerme a explicarlo.
Lo que hacen con la Palabra de Dios esos muchos, - expresión despectiva con la que alude Pablo a gente que, por lo visto, los corintios conocen bien -, lo designa Pablo con una metáfora: mesonerear, tabernear.
El término kapêléuontes, “los que se comportan como mesoneros o taberneros”- nos enseñan los léxicos – es participio del verbo kapêleuo (oficiar como mesonero). Este verbo deriva a su vez de kapêlós, que quiere decir: tabernero, fondero, hostalero, mesonero (caupo en latín).
Los posaderos y mesoneros eran conocidos en el mundo antiguo como prototipos del perfecto pícaro .
Los “Kapeléuontes” con la Escritura son, pues, los que se usan la Escritura con la misma falta de escrúpulos, con el mismo espíritu venal y de lucro vil, que caracterizaba a taberneros, mesoneros o posaderos, es decir que son perfectos tunantes y bribones, verdaderos sinvergüenzas.
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Para gente de las culturas semíticas orientales, donde la hospitalidad era un deber sagrado y una obra religiosa y de misericordia, los que vendían hospedaje, era gente capaz de lucrar con el peregrino.
Esta es la imagen que Pablo aplica a esos muchos que usan la Escritura y la explican fuera o contra el espíritu de Cristo.
¡Qué diferencia con los servidores sinceros!: “No somos como esos muchos”.
En las antípodas de los que, como Pablo, sirven el alimento de las Escrituras “como en presencia del Señor“ del banquete. Es decir, como Jesús reparte el pan a los suyos en la cena; como Pablo lo parte a los corintios, compartiendo un mismo Espíritu. Como quien, en la Cena del Señor, agasaja a los invitados y celebra con ellos la alegría de un banquete de bodas.
La fonda o la Cena del Señor. Los dos escenarios suponen dos tratos diversos de las Escrituras. En la fonda se trafica con ellas. En la Cena del Señor se agasaja con ellas. En esta dirección de la oposición entre sala del Banquete eucarístico y el salón comedor de un Mac Donald, parece señalar también la imagen del perfume, que ha usado un poco antes san Pablo.
Espíritu y perfume – acotemos de paso - son dos cosas que en la mentalidad y en la lengua hebrea están, tanto ideográfica como lingüísticamente muy ligadas. Se las designa con una variante muy próxima de la misma raíz “ravaj”: rúaj, es el Espíritu; ríaj es el olor, o el perfume.
Acaba de afirmar san Pablo que el buen olor del conocimiento de Cristo se da a conocer a través del Apóstol en todo lugar a donde va; y que es motivo de discernimiento entre los que lo aspiran complacidos para vida y los que lo repugnan como olor a muerto. En los banquetes de la antigüedad se perfumaba a los invitados y se los vestía para el festín con vestidos de fiesta. En la casa del difunto, en la casa del duelo, por el contrario, se difunde el olor de la muerte.
“... gracias a Dios, - exulta san Pablo - que hace que siempre triunfemos en Cristo y que manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento por medio de nosotros. Porque para Dios somos olor fragante de Cristo en los que se salvan y en los que se pierden. A los unos, olor de muerte para muerte; mientras que a los otros, olor de vida para vida. ¿Y quién es capaz de esto? Nosotros no somos como esos muchos que hacen su negocio fraudulento con la palabra de Dios, sino que hablamos en Cristo; como desde la sinceridad, como de parte de Dios, y como en presencia de Dios” (2 Cor 2,14-16 )
La Escritura es la misma. La diferencia está en cómo se la interpreta y la administra. La diferencia está en el Espíritu con que la leen “esos muchos” por un lado y Pablo por otro. Pero a la vez, en el texto que acabamos de leer queda muy clara la conciencia de Pablo, de que la capacidad del ministro para entender y explicar así las Escrituras, es un don, una gracia por la cual exulta y que lo hace capaz de explicarlas: “¿Y quién es capaz de esto?” pregunta Pablo. Aquél a quien el Señor capacita: “que hace que siempre triunfemos en Cristo y que manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento por medio de nosotros”.
La interpretación y predicación de la Escritura es para san Pablo, como revela este texto, más que algo que hace el apóstol, algo que hace Dios en el apóstol y a través de él. Una obra divina de la que el apóstol es servidor.
Una letra que siembra cadáveres
Por eso los frutos o efectos de la Escritura en un caso y en otro son tan opuestos como la vida y la muerte, como los perfumes de un convite y los hedores de un sepulcro. En un caso obra carnal y mortal, en el otro espiritual y viviente.
La violencia del contraste muestra el empeño de Pablo en subrayar la abismal diferencia entre la utilización humana de la Escritura y su theopneusis más la revelación divina de su sentido,
Los unos la suministran como un veneno. El Apóstol como un remedio salvador. La letra es la misma. El Espíritu del lector es lo que cambia.
Para Pablo, el olor a muerto viene de aquéllos a quienes mata la letra de una Escritura leída sin el Espíritu de Cristo, que es Quien la hace vivificante.
¡Peor aún! Esa letra, a falta del divino Espíritu, es interpretada de tal manera que cierra el camino a la fe en Cristo e impide creer en él: “Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley él debe morir, porque se hizo a sí mismo Hijo de Dios” (Juan 19, 7).
Que esa letra mata, no es una deducción racional. Es la comprobación de un hecho histórico. Porque esa letra mató a Cristo y sigue matando a todos aquellos a quienes impide creer en Él. Es un instrumento del que es homicida desde el principio (Jn 8, 44)..
Espíritu y perfume
La imagen del olor a Cristo o el olor a muerte revolotea sobre todo este pasaje de la segunda a los corintios y se proyecta hacia lo que dice san Pablo, algo más adelante, sobre la condición de por sí ambivalente de la Escritura que, por eso, puede ser mortífera y sembrar olor de muerte, o que – por el contrario - puede ser perfumada por el Espíritu con el buen olor de Cristo y vivificar.
Aunque Pablo no explicite la conexión entre estas metáforas, (rúaj: Espíritu y ríaj perfume) creo que el contexto mismo es elocuente y muestra que están conectadas en la mente de Pablo y que por eso las relaciona: “El mismo nos capacitó como ministros del nuevo pacto, no de la letra, sino del Espíritu. Porque la letra mata, pero el Espíritu vivifica” (2 Cor 3, 6 ).
Pablo vuelve a expresar insistentemente su convicción de que la interpretación de la Escritura es fruto de una capacitación carismática: “El mismo nos capacitó como ministros”.
Al reflexionar acerca del lugar de las Sagradas Escrituras en la Homilía y su relación con los frutos de la predicación, es bueno que recuperemos y tengamos presente el distingo paulino. Pero también que renovemos nuestra conciencia de que el que nos capacita para entenderla y predicarla; de que el que nos hace capaces, es el Señor.
Sin el Espíritu de Cristo, las Escrituras son letra que mata. Si antes de Cristo podían instruir, llegado Cristo, o son inspiradas por su Espíritu o se hacen mortales enemigas de la vida en Cristo. Lo que las instituye, desde Cristo en más, es que el Espíritu de Cristo las inspira.
Según sea la rúaj, el Espíritu en que se las predique, será el ríaj, el perfume que produzcan.
Creo que he logrado ir dibujando lo que supone la expresión “toda escritura es inspirada por Dios”. Y que ella significa que es inspirada por y a partir del Espíritu de Cristo. Hay en ellas ciertamente espíritu. Son ciertamente inspiradas. Pero si el intérprete no las lee en el mismo Espíritu, opera como un filtro. Cuela el Espíritu vivificante y deja la letra mortal en manos del espíritu homicida, del padre de la mentira. En lugar de ser transmisoras y reveladoras de la Palabra se convierten en ocultadoras de la Palabra .
El Espíritu Santo, ciertamente, inspiraba también a los hagiógrafos antes de Cristo pero en vistas a su manifestación. Si una vez manifestado Cristo y derramado su Espíritu, no se las lee en el Espíritu, entonces se quedan en letra. Y matan.
Animadas por el Espíritu de Dios, derramado por Cristo, entonces son provechosas para todo lo que Pablo enumera: difunden en la Iglesia el buen aroma de Cristo.
Los fieles como Sagrada Escritura
Quiero llamar la atención aún sobre otro hecho que arroja aún más luz sobre nuestro objeto de reflexión y estudio.
Pablo intuye y sugiere que existe una analogía entre las Escrituras “inspiradas”, (o “perfumadas”) por Cristo y la vida de los fieles en los que se ha infundido el espíritu de Cristo y son buen olor de Cristo (Ef 5, 2; 2 Cor 2, 14-16)..
Podría hasta preguntarse si para Pablo en realidad, si la Sagrada Escritura no es como un tipo de la Iglesia. y si Iglesia no es, a partir de Cristo, la verdadera Sagrada Escritura:
“Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres. Vosotros habéis demostrado que sois una carta de Cristo, de la que nosotros fuimos los amanuenses, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de corazones humanos.(2Cor 3, 2-3 ).
Es posible reconocer en la comparación de los fieles con una carta escrita por Cristo (2 Cor 3, 2-3), el resultado de una meditación o midrash cristiano de las profecías acerca de la nueva alianza, escrita en corazones de carne y no de piedra “pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré” (Jer 31,33 cfr. Ez 11,19; 36, 26).
Y es posible, asimismo, sospechar que el olor de vida o muerte en el contexto próximo, provenga de un midrash cristiano de la visión de Ezequiel, del campo de muerte y de los huesos secos, de los sepulcros abiertos y la efusión vivificadora del Espíritu: “os haré salir de vuestras tumbas... infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis” (Ez 37, 12-14).
En los cristianos Pablo vio cumplidas estas escrituras. En ellos se ha infundido el Espíritu prometido y podrían ser llamados theopneustoi con igual razón que las Escrituras. Y viceversa: una Letra letal de la Escritura, habiendo sido vivificada como por el soplo del Espíritu profetizado por Ezequiel, ha sido inspirada por Dios: theopneustós y se ha vuelto provechosa para la vida de los hombres de Dios.
Reconforta meditar este hecho. Cristo, sigue ocupado en seguir escribiendo, con Espíritu Santo esa escritura viviente en los corazones de los fieles. Cristo habla por igual e inspira por igual la Sagrada Escritura y el corazón de los fieles.
El lugar de la Escritura en la Homilía en relación al fruto de la predicación queda así iluminado con otra luz más.
Si la Escritura es provechosa para la vida de los fieles, es porque existe entre ella y los creyentes, una compatibilidad pneumática derivada de la participación y comunión en el mismo Espíritu, que inspira, a cada uno a su manera, tanto a los hagiógrafos como a los fieles.
El movimiento propio de la nueva dispensación no va de la Escritura al Espíritu, sino del Espíritu a la Escritura. Y desde la Escritura, ahora Sagrada porque insuflada por Dios con su Espíritu, la hace “provechosa” para escribir la carta viva en los corazones.
Lo que perfuma la vida de los fieles no son las obras de la ley, sino el perfume de Cristo en una conducta de hijos y según el Espíritu. No es la moral la que perfuma la fe, sino la fe, la que perfuma la conducta.
De acuerdo con esta clave de interpretación del pensamiento paulino acerca de la eficacia espiritual de las Sagradas Escrituras, podemos leer e interpretar también este otro texto de san Pablo:
“Todo lo que ha sido escrito antes, ha sido escrito para nuestra enseñanza (didaskalían), a fin de que por la paciencia (hupomoné) y por la consolación (dia tes parakleseos) de las Escrituras tengamos esperanza”.(Rom 15,4 ).
En otro lugar aún, Pablo se refiere a la utilidad de las palabras de las Escrituras en el combate de la vida apostólica:
“Las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas, por virtud de Dios, para derribar fortalezas; con ellas derribamos todos los sofismas y toda altanería que se yergue contra la ciencia de Dios, y reducimos a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Jesucristo, y estamos dispuestos a vengar toda desobediencia” (2 Cor 10, 3-6).
Pablo tiene una experiencia tan viva de la eficacia espiritual de la Palabra divina que la ve como una espada del Espíritu, “en la espada del espíritu que es la palabra de Dios” (Ef 6, 17 ).
Esa es el arma con el que, al final de su vida, reconoce haber librado el buen combate como buen soldado de Cristo (2 Tim 2. 3-4; 4, 7).
A la luz de esta enseñanza y mediante el discernimiento del aroma de vida o de muerte que producen, han de ser juzgados los frutos de las interpretaciones de la Escritura. No sólo la de los contemporáneos judaizantes de Pablo, sino de nuestros exegetas contemporáneos y de sus métodos de interpretación.
TERCERA CONFERENCIA
“ENVIARÉ SOBRE VOSOTROS LA PROMESA DE MI PADRE
PARA QUE EN SU NOMBRE SE PREDIQUE...”
Las Sagradas Escrituras y la eficacia espiritual
de la palabra de Jesucristo resucitado
Entonces les abrió la inteligencia
para que comprendiesen las Escrituras
(Lucas 24, 45)
La afirmación paulina acerca de la utilidad y la eficacia espiritual de la Escritura inspirada por Dios, tiene su fuente en el ejemplo y en la enseñanza de Cristo resucitado y en la experiencia de la eficacia que el mismo Cristo le sigue comunicando a sus ministros para hacerlos capaces.
Se trata de una eficacia, una virtualidad, que Cristo confiere tanto a la Escritura como al intérprete. Él los capacita para entender las Escrituras.
La Constitución Dei Verbum ha expresado este hecho en estos términos, tomados de San Jerónimo: “la Escritura ha de ser leída en el mismo Espíritu con que fue escrita” (Nº 12).
Si nos preguntamos ahora acerca de algún pasaje evangélico donde podamos encontrar las fuentes de esta doctrina paulina sobre la inspiración cristiana de la Sagrada Escritura, viene espontáneamente al pensamiento el capítulo 24 del Evangelio según San Lucas que nos presenta a Jesucristo resucitado como al grande y veraz intérprete e inspirador de la Escritura.
Jesucristo resucitado como intérprete de las Escrituras
En el capítulo 24 del Evangelio según san Lucas, Jesucristo resucitado explica las Escrituras dos veces. Primero a los de Emaús y después a todos los apóstoles y discípulos. En ambos casos Jesucristo interpreta las Escrituras en bien de los fieles y asocia esta explicación a la operación de efectos de gracia concomitantes.
Su explicación de las Escrituras es eficaz, operativa. Va acompañada de efectos de gracia muy significativos.
En el caso de los discípulos de Emaús, los conforta, consuela, consolida en la fe y los devuelve a la comunidad. Pero voy a dejar de lado aquí el episodio de Emaús y voy a tomar en consideración la segunda explicación de las Sagradas Escrituras, - a todos los discípulos -, y los efectos de gracia que Jesús le asocia.
En esta segunda Lectio de Sacra Pagina Jesús, apareciéndose a todos reunidos, no solamente les enseña sino que opera en ellos al mismo tiempo una multiplicidad de dones, gracias u operaciones de gracia, capacitándolos con gracias gratis datae o sea con carismas 1) abre sus inteligencias para entender las Escrituras; 2) convierte en testimonio lo que hasta entonces era mera experiencia o memoria de lo vivido junto a él; 3) los instituye apóstoles y 4) los envía en misión, 5) con poderes de lo alto para perdonar pecados y expulsar demonios.
Los discípulos han de conocer el misterio de Cristo a la luz de todas las Escrituras, para recibir la capacidad de ir a dar testimonio y predicar el perdón de los pecados a todas las naciones.
Este episodio nos ilustra, pues, cabalmente, acerca del lugar que tienen las Sagradas Escrituras en la predicación de Jesucristo, y de su relación con sus frutos o su eficacia propia en la Iglesia y su misión universal. Arroja abundante luz sobre el lugar que, desde entonces, ocupará la Sagrada Escritura en la predicación de los ministros de la Iglesia, y en particular, en la Homilía.
Ese lugar no es exclusivamente de orden lógico o intelectual. No es pura gnosis. Puro saber y punto. Sino que va investido de poder. Como dijera Pablo: “mi predicación y mi anuncio no consistieron puramente en alegatos persuasivos de sabiduría, sino en argumentos del Espíritu y de poder” (1 Cor 2, 4 ). Era una predicación “theopneustés”, henchida de fuerza espiritual y divina, que convencía no sólo por la fuerza de sus razones sino por el poder de sus efectos de gracia.
Oigamos pues la narración evangélica y examinemos las enseñanzas que encierra sobre el hecho que estamos considerando:
“Y [Jesús] les dijo: --Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliesen todas las cosas que están escritas (panta ta gegramména) de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos.
Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras, y les dijo: --Tal como está escrito (houtos gégraptai), fue necesario que el Cristo padeciese y resucitase de los muertos al tercer día; y que en su nombre se predicase el arrepentimiento y la remisión de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén. Y vosotros sois testigos de estas cosas. He aquí que yo enviaré (exapostéllo) la promesa de mi Padre (ten epangellían tou Patrós) sobre vosotros. Pero quedáos vosotros en la ciudad hasta que seáis revestidos del poder de lo alto” (Lucas 24, 44-49 ).
En esta explicación de las Escrituras Jesús afirma que la misión de los apóstoles, su predicación y su testimonio a las naciones para perdón de los pecados y conversión de todos los hombres, es también parte del cumplimiento de las Escrituras. Las Escrituras no hablaban solamente de la misión de Jesús, sino también de la misión de sus discípulos. En el fondo se trata de una sola misión, porque como dice Jesucristo resucitado: “así como el Padre me envió, así os envío a vosotros” (Jn 20, 21 ). Un mismo designio del Padre preanunciado en las Escrituras se extiende a la misión del Hijo y abarca la misión de los hijos. Los apóstoles y sus sucesores tienen que “completar lo que falta a la misión del Hijo” (Cfr Col 1, 24)
Interpretación como carisma. Interpretación y carismas.
Quiero insistir en el hecho de que Jesucristo no se limita solamente a explicarles las Escrituras. Su explicación va acompañada de diversas operaciones de gracia.
Pablo, es muy consciente de que debe ser capacitado, de que debe ser hecho capaz de predicar las Escrituras y difundir el perfume de Cristo. “Y para hacer todo esto ¿quién será capaz?” (2 Cor 2,16 )
Por lo tanto, en los que son enviados como él lo fue, la explicación de la Escritura no basta por sí sola, si no va acompañada de operaciones de gracia. Jesús envía a predicar con poder de expulsar demonios. Y Pablo les recuerda a los corintios que ha predicado con demostración de Espíritu y poder (1 Cor 2,5)
Éste es el fundamento de la convicción perenne y universal en la Iglesia de que el fruto de la predicación no lo aseguran ni la sola elocuencia, ni la sola ciencia bíblica, por excelentes que sean, sino que es necesaria una sabiduría testimonial, que da el Señor a quien quiere llamar y enviar, y que se ha de recibir 1) por la docilidad en recibir su llamado, 2) por la fidelidad en el desempeño de la administración confiada y 3) por la constancia en la oración.
Al oficio de la palabra, conviene que se junten los carismas de la palabra.
El texto evangélico que hemos leído lo demuestra. En él encontramos mencionadas, una tras otra, varias operaciones de gracia.
Primero una apertura de la inteligencia para comprender las Escrituras: “les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras”.
Luego la institución como testigos: “vosotros sois testigos de estas cosas”. La apertura de la inteligencia no sólo les hace comprender las Escrituras, sino los hechos de la vida de Jesucristo con las que se iluminan recíprocamente. Y de esta comprensión de las Escrituras por la vida de Jesús, y de la vida de Jesús por las Escrituras, resulta la aptitud testimonial. No hubiera bastado vivir lo vivido sin entenderlo desde las Escrituras, como cumplimiento del designio divino. De la nueva inteligencia de las Escrituras resulta su nueva condición de testigos. Se trata pues de otra operación de gracia: la institución como testigos ante el mundo.
Insisto en esta observación: la condición testimonial exige por un lado haber vivido con Jesús y por otro lado la inteligencia de lo vivido a la luz de una inteligencia de las Escrituras. Se da testimonio de que Jesucristo, con los hechos de su vida, dio cumplimiento a las Sagradas Escrituras.
Una tercera operación de gracia es el envío de los testigos en misión, para que prediquen lo que han visto de Jesucristo y entendido a la luz de la Escritura.
Esa misión comprende dos aspectos: primero, el testimonio de lo vivido y entendido a la luz de las Escritura, o sea lo que han de ir a predicar y segundo, el poder con que Dios hará eficaz su predicación acreditándolos como enviados.
Esta misión los pone en comunión con la misión de Jesús y la prolonga y continúa.
Pero para que puedan salir a cumplirla es necesaria todavía una cuarta operación de gracia: “enviaré sobre vosotros la promesa de mi Padre”... para que “en su nombre se predique el arrepentimiento y la remisión de pecados en todas las naciones”.
El lugar neumático de la Escritura en la Homilía
Me importaba detenerme a señalar estas operaciones de gracia, porque el lugar que tiene la Escritura en la Homilía no puede entenderse del todo, como lo he adelantado, si se lo describe solamente en el plano lógico, intelectual, del puro conocimiento. Al estilo de: “tenemos que capacitarnos para una predicación más bíblica, vamos a pedir algunos cursos de exégesis, o vamos a buscar algunos libros para estudiar más Biblia”. O a contraluz, en tonos de lamentación, de autocrítica o reproche: “nuestra predicación es poco bíblica” o “nuestros fieles no conocen la Biblia”. Estas observaciones podrán tener algo o mucho de verdad, pero no son toda la verdad sobre este asunto y de estas medias verdades se pueden sacar falsas conclusiones e intentar remedios peores que la enfermedad.
Uno de esos errores peores que la enfermedad sería enfrascarnos en un biblicismo de estilo protestante, que comienza por la libre interpretación, sigue por la interpretación arbitraria; involuciona puritanamente en un legalismo neojudío y termina en la incredulidad racionalista.
El engarce de la Escritura en la predicación de la Iglesia, en la misión de los testigos, es un engarce de gracia. Y esa operación es una operación de Jesús mismo con la donación del Espíritu enviado por el Padre.
El lugar de la Escritura en la Homilía era, como vimos, el lugar que Jesús les daba a las Escrituras en su propia predicación.
La función o el lugar de las Escrituras en atención a los frutos de la predicación, es el de los frutos que Jesús resucitado aseguró y sigue asegurando a la predicación de los testigos que él envió y sigue enviando a dar testimonio de Él a la luz de las Escrituras.
Es Jesús quien seguirá abriéndonos la inteligencia 1) para la comprensión de las Escrituras; 2) para comprender lo vivido por Él, a la luz de las Escrituras; 3) para convertirnos en testigos suyos ante los demás y 4) para que nuestra predicación pueda operar frutos de conversión y santidad: "no me elegisteis Vosotros a mí; sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y para que vuestro fruto permanezca” (Jn 15, 16 ).
Los frutos no vienen de la mera Escritura. Ni la Escritura, ni la ciencia bíblica dan, - ni pueden dar -, fruto por sí mismas en la predicación. No basta la letra, que, como le hemos oído decir a Pablo, por sí sola mata, aunque sea examinada y expuesta según los últimos y más refinados métodos exegéticos. Es necesario que la predicación bíblica vaya acompañada de los carismas propios de la predicación.
Aún después de alcanzado un doctorado en exégesis bíblica, sigue siendo necesario que Jesús nos abra la inteligencia de las Escrituras. Toda la erudición de un doctor en Sagrada Escritura, que no es en sí desdeñable, no es suficiente para hacer de él un testigo. Ni para darle por sí sola, a su predicación, eficacia salvífica alguna.
Los frutos los sigue prometiendo, asegurando y concediendo Él. “Sin mí nada podéis hacer” (Jn 15, 5 ).
No basta siquiera el testimonio, - munido o desprovisto de capacitación académica -, si Jesús no le confiere al testigo el don de la palabra eficaz, que mueva las almas y llene las redes, como se las llenó a Pedro en el sermón de Pentecostés, después del cual se convirtieron “unas tres mil almas” (Hch 2, 41).
Por cierto que el amor a Jesús hará amar y estudiar la Escritura, ojalá también en la academia. Y que el estudio amoroso preservará de la curiosidad irreverente, corrupción del verdadero espíritu académico eclesial, que explora el texto sagrado y lo examina carnalmente, que podría llegar hasta tabernear con la Escritura, para muerte en la letra.
“Regocijáos de que vuestros nombres estén escritos en el cielo”
La inteligencia de las Escrituras, no es solamente condición necesaria para convertirse en testigo y un supuesto imprescindible para la misión y la predicación Es también necesaria para comprender la propia vocación y misión como designio eterno del Padre y como operación de gracia obrada por Jesucristo resucitado.
En efecto, Jesucristo presenta la misión de los que envía a predicar como algo que ya estaba escrito en las Sagradas Escrituras y que pertenece al cumplimiento de designios eternos: “Así está escrito, que... se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones” (Lc 24, 46-47).
La condición de testigos y apóstoles, como participación en la misión misma del Hijo, introduce en el designio eterno del Padre y es motivo de regocijo para Jesús.
Las Escrituras se cumplen, también, en la predicación de las que ellas son parte integrante.
Hay en el acto de predicar “in nomine Christi” una profundidad misteriosa a la que apunta nuestra misión como Hijos: todo nuestro ser ha de ser palabra del Padre. Y ser hijos es el motivo del regocijo verdadero.
Vengo considerando el lugar de la Escritura en la Homilía y mostrando cómo, en el uso que hace de ellas Jesús resucitado, ellas van acompañadas de múltiples operaciones de gracia.
Pero se ve claro que estas operaciones de gracia no las producen las Escrituras por sí mismas, sino que son obra del Resucitado. Jesucristo, quien, a la vez que las explica abre las inteligencias para entenderlas y obra los demás efectos de gracia..
La Iglesia ha aprendido de Jesucristo resucitado a darle a las Sagradas Escrituras el lugar que deben tener en la predicación.
Baste recordar cómo argumenta Pedro - en su sermón de Pentecostés - en base a las Escrituras acerca de su cumplimiento en Jesucristo. No podemos dudar que, en ese sermón, se reflejan las enseñanzas del mismo Jesús.
Pedro Puede entender y explicar todo lo vivido junto a Jesús a la luz de las Escrituras, gracias a que ha recibido la efusión del Espíritu Santo. Habiendo recibido el don de la palabra, las palabras divinas despliegan en sus labios toda su virtualidad: llegan al corazón y conmueven a los oyentes moviéndolos a conversión y al bautismo.
Si bien el Sermón de Pedro no es una homilía en una eucaristía doméstica, sino el anuncio del kerygma dirigido a suscitar la fe donde aún no la hay, mutatis mutandis, el lugar de la Escritura en la Homilía en razón de los frutos, es el mismo.
El Deuteronomio cristiano: “Élleh haddebarim”: “Estas son las palabras”
Pero volvamos un poco sobre el texto del evangelio de Lucas, capítulo 24, 44ss,
Este discurso de Jesucristo resucitado se presenta como un nuevo Deuteronomio. Como el Deuteronomio cristiano.
Voy a explicar algo más estas afirmaciones.
Así como el Deuteronomio es, en el Antiguo Testamento, una repetición de la ley, un “deuteros nomos”, así también Jesús aparece explicando de nuevo la Ley, los profetas y los salmos, o sea toda la Escritura, a la luz de su persona y de su vida y muerte, a la luz de su propio misterio, que ha de ser primero re-comprendido y luego anunciado en medio de todos los pueblos, en vistas a obtener frutos de fe, conversión, salvación y santidad.
Atendamos bien a las palabras con que Jesús introduce su explicación de las Sagradas Escrituras: “Estas son aquellas palabras mías que os hablé estando aún con vosotros”. Lucas quiere trasmitirnos las palabras del Resucitado de las que se desprende esta visión de sus enseñanzas como un nuevo deuteronomio cristiano.
El libro del Deuteronomio comienza, llamativamente, con esas mismas palabras: “Estas son aquellas palabras que dijo Moisés del otro lado del Jordán”. Y de esas palabras con que empieza recibe su nombre en el canon judío, donde el libro que nosotros nombramos como Deuteronomio es conocido por sus primeras palabras como “Élleh haddebarim” =. “Éstas son las palabras”.
¿Cuál es pues el sentido de este nuevo deuteronomio cristiano en el que Jesús retoma todas las Sagradas Escrituras, las explica y abre la inteligencia para entenderlas mediante el Espíritu Santo en vistas a la misión?
Para entender la intención del Resucitado al presentar sus enseñanzas como un nuevo Deuteronomio conviene que consideremos la naturaleza de este último libro del Pentateuco. El Deuteronomio es un libro eminentemente dirigido a la práctica, que retoma la revelación para proponerla a la fe y a la fidelidad. En él se resume la Escritura en vistas a los frutos.
Expliquemos algo más esta afirmación.
El énfasis del Deuteronomio está en el cumplimiento de la Ley. A un pueblo que ya conoce la ley, Moisés le repite la historia de la salvación para moverlo al cumplimiento de la ley. La rememoración deuteronómica una recapitulación de la Ley que apunta a la renovación de la Alianza. Es memoria de la Alianza en vistas a su renovación, a la observancia de lo mandado y a la práctica del amor fiel entre el pueblo y Dios..
Si el Deuteronomio recuerda las iniciativas salvíficas, es para mover a la respuesta. Y la respuesta ha de ser una conducta fiel. Se ha dicho con razón que la moral de la Alianza es una moral de respuesta . Es, en todo caso, una moral religiosa.
A semejanza del antiguo Deuteronomio, el deuteronomio cristiano que pronuncia Jesucristo resucitado, es también memoria de las Escrituras y está también dirigido a la práctica y a la acción.
Jesucristo les recuerda también, a sus discípulos, las palabras y las cosas que les había dicho y lo que había hecho en vida. Jesucristo ilumina las Escrituras, a la luz de los sucesos de su vida, pasión y resurrección y rememora las Escrituras a la luz de los recientes hechos.
Como se ve, este deuteronomio cristiano, apunta también a la práctica y a la acción, pero se trata ahora de la acción de la gracia que abre las inteligencias, que instituye testigos, que envía apóstoles y que convierte naciones. Y de la docilidad de los elegidos y enviados, que ha de reflejar la obediencia amorosa del Hijo.
El deuteronomio cristiano culmina con una invitación a dejarse recubrir con la gracia prometida que Jesús va a enviar desde el Padre.
Conviene recordar, de paso, que en hebreo, la palabra “dabar” significa tanto “palabra” como “cosa”. Elleh haddebarim significa pues, “estas son las palabras” (que dije) o “estas son las cosas” (que sucedieron, o que hice).
En el deuteronomio cristiano, Jesús comienza refiriéndose a sus palabras: “estos son los logoi que os dije”, pero después se refiere al testimonio de los hechos.
También en la vida de Jesús sus debarim- palabras se iluminan recíprocamente con sus debarim-hechos-cosas-acontecimientos.
Esta ley de circularidad entre palabras y hechos es la que gobierna la explicación de las palabras de la Escritura a la luz de los hechos de la vida de Jesús.
Y viceversa, los hechos de la Escritura a la luz de las palabras del Señor.
Esta misma ley es la que gobierna el así llamado sentido típico de las Escrituras..
San Pablo explica el sentido típico de los hechos del Antiguo Testamento para nosotros, basándose, muy probablemente en una enseñanza que se remonta a Jesús mismo: “Estas cosas sucedieron como figura para nosotros” (1 Cor 10, 6 ). “Estas cosas les acontecieron como ejemplos y están escritas para nuestra instrucción, para nosotros” (1 Cor 10, 11 ).
Escritura y gracia en la Homilía
La Homilía cristiana, es un lugar donde Jesús resucitado realiza operaciones de gracia. Predicar la Homilía es lo que podríamos llamar ejercitar el deuteronomismo cristiano, reiterar la explicación cristiana de las Escrituras, mostrar cómo y dónde tienen su cumplimiento; y viceversa, señalar el lado de gracia de los hechos, mostrar en ellos el cumplimiento del designio del Padre contenido en las Escrituras.
El lugar de las Escrituras en la Homilía, tiene, pues, - por institución divina podríamos decir, o por voluntad del Padre y ministerio de Cristo- , una eficacia y un lugar en la evangelización, en la conversión, en la salvación de todos los hombres.
Es lo que podríamos llamar “la eficacia espiritual” de la Escritura, o su “eficiencia de gracia”.
Es una eficacia espiritual sacramentaria. No propia, sino recibida de los labios de Cristo cuando la pronuncia y la explica. Y de sus ministros cuando las leen y explican como testigos y apóstoles, como maestros y profetas.
Sabemos que a su proclamación en la lectura y en la Homilía, Jesús asocia múltiples efectos espirituales. Jesús se vale de ellas y a través de ellas instruye, consuela, reprende, perdona, convierte, ilumina, aconseja, serena, pacifica, disipa las tentaciones.... en una palabra, santifica, une a Dios.
A los efectos de nuestra exposición, hemos distinguido la naturaleza de la Homilía y sus frutos. Es una distinción meramente lógica. Porque en la naturaleza de la homilía, la revelación del misterio y los frutos de su proclamación son distinguibles lógicamente, pero no son separables.
CUARTA CONFERENCIA
EL SABIO QUE SABE HABLAR: EL DON DE LA PALABRA
Elocuencia humana y carisma de la Palabra en la Homilía
según San Agustín y Santo Tomás
“El sabio que sabe hablar, cuando expone lo que sabe,
debe hacerlo de manera que enseñe, deleite, y mueva”
Santo Tomás, resumiendo a san Agustín
El efecto de nuestra predicación en nuestros fieles es una de nuestras principales ilusiones y también una fuente de frustraciones en nuestra vida sacerdotal. Para nuestros fieles, nuestra predicación puede ser una de las mayores fuentes de orientación y de consuelos, de inspiración y realimentación espiritual, o. por el contrario, puede ser también una de sus más penosas fuentes de fastidio durante las misas y hasta una causa del ausentismo y de la declinación de la práctica dominical.
No es fácil hacer la autopsia o desmontar el mecanismo de este problema. Se entremezclan en él los más diversos factores y abundan las visiones simplistas de los hechos y sus causas; así como los falsos diagnósticos y las recetas equivocadas.
Por eso, después de tratar del lugar que han de tener las Escrituras en la Homilía desde el punto de vista de su naturaleza y desde el punto de vista de su eficacia o de sus frutos de santidad, puede ser útil considerar el tema desde el punto de vista del oficio del predicador.
Para reflexionar sobre este aspecto del lugar de la Escritura en la tarea del que predica voy a apartarme del método que seguí en las dos exposiciones anteriores. Voy a acudir al pensamiento, muy elaborado sobre el tema, que es posible encontrar en la obra de Santo Tomás sobre las huellas de san Agustín.
Ambos nos han legado profundas reflexiones – salpicados de agudos y útiles distingos - sobre elocuencia y elocuencia sagrada, ciencia bíblica y sabiduría bíblica, dones naturales y carismas diversos: como los de inteligencia, de palabra, de enseñanza, etc.
Les propongo recorrer algunos textos en que los podemos oír disertando sobre la relación entre estos factores entre sí y evaluando la eficacia de cada uno de ellos, así como haciendo el elogio de las Escrituras y su utilidad para el predicador.
Aunque por lo visto a nosotros nos siguen preocupando los mismos problemas que a San Agustín y a Santo Tomás, cuando pensamos acerca de ellos no solemos valernos de los mismos conceptos ni las mismas palabras que ha usado la tradición siguiendo a estos maestros. Puede ser esta una buena ocasión para sacarlos del depósito, desempolvarlos y devolverlos al uso diario.
La Escritura enseña, deleita y convierte
Entre las obras juveniles de Santo Tomás de Aquino, se encuentra una breve lectio coram sobre la Sagrada Escritura que se conoce como Principium Biblicum. Consta de dos capítulos. El primero se titula “Commendatio Sacrae Scripturae" y es, como el nombre lo indica, una recomendación o elogio de la Sagrada Escritura. Una recomendación consistente en resaltar las virtudes que tiene la Escritura para lograr los fines del predicador.
El segundo capítulo del Principium Biblicum se titula “Partitio Sacrae Scripturae” y explica sumariamente las diversas partes del canon bíblico y las características de los libros de los que consta. Pero se engañaría el que pensase que es una descripción puramente morfológica del canon. Santo Tomás sigue teniendo en vista al predicador y su utilidad.
Por lo que, de cada libro o parte del Canon, señala Santo Tomás ya sea su lugar en el misterio de fe, ya sea su importancia para la enseñanza, para la oración, para la vida de fe y de la Iglesia. Pero dejemos este capítulo segundo.
Lo que nos interesa aquí es el comienzo del capítulo primero. Ahí, sin suspenso y de sopetón, Santo Tomás nos espeta la tesis. Y es llamativo que lo primero que se le ocurra decir a Santo Tomás a propósito de las Escrituras, desde la largada, cuando se pone a recomendárselas al predicador y a hacerle el elogio de la gran utilidad que tienen para brindarle en el ejercicio de su sagrado oficio, sea el párrafo que les voy a leer.
Ese párrafo contiene una cita de San Agustín y concluye con una ponderación que hace Santo Tomás acerca de la utilidad y máxima eficacia espiritual de la Escritura para lograr las metas de toda buena predicación. Leámoslo:
“Según dice San Agustín en el libro cuarto de su De Doctrina christiana, el sabio que sabe hablar, cuando expone lo que sabe, debe hacerlo de manera que en primer lugar enseñe, en segundo lugar deleite, y en tercer lugar mueva a los oyentes. De modo que a los ignorantes les enseñe, a los que se aburren los deleite y a los perezosos los estimule”. “Ahora bien, - agrega inmediatamente Santo Tomás -: “La Palabra de la Sagrada Escritura cumple perfectísimamente con estos tres requisitos” .
Santo Tomás pasa a demostrar - en el resto del capítulo primero - que la Escritura es, por eso, utilísima, eficaz y recomendable para esos múltiples fines de la enseñanza cristiana: tanto los relativos a la enseñanza de los misterios, como a la exhortación, a la corrección, al enfervorizamiento, a la conversión y a la santificación..
Enseñar, deleitar y mover
La idea de que el orador debe enseñar, deleitar y mover, es un viejo precepto del arte retórica profana, que formuló Cicerón, - a quien Agustín recuerda y cita con frecuencia -, enunciando lo que era un axioma entre los maestros y los aprendices de la oratoria en la antigüedad.
San Agustín lo había mamado con el a-b-c de sus estudios retóricos de adolescente.
Siguiendo la pista que discretamente nos señala Santo Tomás con su cita, vayamos a ese capítulo cuarto del De Doctrina Christiana. Es bueno ir a visitar las canteras de donde sacan su piedra los maestros.
Llegados al pasaje del De Doctrina Christiana citado por Santo Tomás nos encontramos, con que el aquinate lo ha resumido drásticamente, dándonos lo esencial de su contenido en muy apretada síntesis.
En ese capítulo, San Agustín comprueba que el arte y la preceptiva retórica de la antigüedad se propone las mismas metas que persigue el maestro cristiano cuando quiere enseñar la fe católica. Agustín comprueba que no menos que cualquier orador profano, también él se empeña en enseñar, conmover los corazones y mover las voluntades.
El doctor christianus, también comienza presentando la verdad (el kerygma) y lograda la adhesión inicial, motiva para mover a conversión y a cambio de vida mediante la catequesis. El itinerario es análogo: del conocimiento, por el amor a la santidad; de la presentación del misterio a la comunión. Ha de predicar la fe, para encaminar por el camino mejor: el de la caridad.
Examinemos lo que dice san Agustín en el pasaje que Santo Tomás resume:
“El doctor y expositor de las Escrituras divinas, - dice el hiponense - como defensor de la fe y confutador del error que es, debe enseñar lo bueno y disuadir de lo malo, y por el mismo ministerio de la palabra, debe reconciliar a los desavenidos, estimular a los remisos, e instruir a los ignorantes acerca de lo que hay que hacer y acerca de lo que hay que esperar” .
Hay que ver qué es lo que hay que darle a cada uno, prosigue diciendo San Agustín. Unos necesitan ser enseñados acerca de la historia de la salvación y hay que contársela y brindarle las pruebas que certifican la verdad de los hechos narrados. Otros ya no necesitan ser enseñados, porque saben, sino estimulados, movidos para poner en práctica lo que saben y para que vivan de acuerdo a lo que profesan creer. A este efecto se necesitan mayores recursos de elocuencia. Aquí, dice san Agustín, “son necesarios los ruegos y las súplicas, las reprensiones y amenazas y todos los recursos que puedan emplearse para conmover los ánimos” .
Es en este punto donde San Agustín reconoce que estos mismos fines son los que se proponen, no sólo los que enseñan las Sagradas Escrituras, todo y cualquier orador aún en los asuntos humanos y profanos.
Hay – comprueba Agustín - un arte de la palabra, un arte de la elocuencia, del bien hablar, del convencer. Ese arte existe sin referencia al mensaje cristiano pero puede ser útil ponerlo al servicio de la predicación de la Sagrada Escritura, principalmente en la Homilía. Pasa con la retórica contemporánea de Agustín como con los medios de comunicación social hoy. Existe un acuerdo generalizado en que hay que poner esos medios al servicio de la predicación del mensaje.
El medio y el mensaje
Pero ¿cuál es la relación entre interpretación y exposición? O bien, como hoy se pregunta ¿cuál es la relación entre el medio y el mensaje?
Siendo la Escritura en la Homilía palabra de Jesucristo a la Iglesia ¿qué decir de específico acerca de la elocuencia del orador sagrado y su eficacia para conmover y santificar?
San Agustín se decanta a privilegiar el mensaje sobre el medio y afirma, a continuación, que es más importante que el orador sagrado tenga sabiduría que elocuencia. La elocuencia sin sabiduría es perniciosa.
¡No dice nada! ¡Pero qué bien lo dice!
Ya los antiguos observaban, - dice San Agustín – que en los asuntos políticos, la elocuencia es peligrosa, porque, una elocuencia sin sabiduría política, aprovecha poco a los estados y las más de las veces es dañosa.
Por ejemplo: cuando los que hablan, lo único que saben es hablar bien, los ignorantes que los escuchan quedan seducidos y cuanto más se deleitan en su discurso tanto menos logran discernir su verdad o sus yerros. Una elocuencia que se olvida de que es medio de comunicación de la verdad y se conforma con ser medio de complacer o sólo mira a convencer, es una elocuencia que, enloquecida, sirve a las ocultas razones del tirano. No está al servicio de la comunicación de la verdad, sino a las manipulaciones de la dominación y del poder.
Esto vale igualmente en asuntos de fe. In religiosis, una elocuencia necia, deja de estar al servicio de la gloria divina y pasa a estar al servicio de la gloria del predicador. Merece el reproche que irónicamente expresaba alguien acerca de un orador. ¡No dice nada! ¡Pero qué bien lo dice!
La ciencia infla, la sabiduría alimenta
Pero volvamos a san Agustín. Éste afirma que, la sabiduría del maestro cristiano hay que medirla, por su conocimiento de las Sagradas Escrituras. Pero Agustín introduce aquí un distingo entre ciencia bíblica y sabiduría bíblica. Puede haber un conocimiento muy erudito de los textos bíblicos que no vaya acompañado de la comprensión de su espíritu. Los que responden en un concurso de preguntas y respuestas sobre el tema Biblia pueden no ser creyentes o no ser sabios creyentes.
Veamos cómo expresa Agustín este distingo:
“Tanto más o menos sabiamente habla alguno cuanto más o menos hubiere aprovechado en las santas Escrituras. No digo en tenerlas muy leídas y en saberlas de memoria, sino en calar bien su esencia y en indagar con ahínco sus sentidos”.
Para Agustín resulta evidente que, como predicadores, a los que se las saben de memoria sin entenderlas han de preferirse “los que no tienen tan en la memoria sus palabras, pero ven el corazón de ellas con los ojos de su espíritu. Pero el mejor de todos los oradores sagrados es aquel que las tiene al alcance en su memoria y las entiende como conviene”
¿De dónde viene – entonces - la mayor eficacia de la predicación? ¿Del arte retórica, del bien hablar, de la facilidad de palabra, de la capacidad de fascinar y mantener en vilo al auditorio...? ¿De las habilidades oratorias del orador? ¿O de la virtud misma de las Escrituras? Agustín concluye zanjando así la cuestión: La sabiduría de la predicación pide elocuencia, pero una elocuencia propia, acorde con la sabiduría y con la eficacia espiritual de las palabras de la Escritura.
Retórica y proforística
¿Qué pasa cuando alguno tiene una profunda comprensión de la Escritura pero le falta elocuencia, ya sea porque no tiene facilidad de palabra, o le falta destreza en el manejo del lenguaje, o su vocabulario es pobre, o no le viene pronto a la lengua la palabra que busca, o porque se cohibe ante la gente?
El clásico manual de Hermenéutica de De Tuya-Salguero al hacer la división de las ciencias y formas de la interpretación nombra una que inmediatamente, apenas la nombre les sonará a pieza de museo: la proforística . La proforesis dice el tratadista, es aquella parte de la hermenéutica que trata teóricamente o se ocupa prácticamente de cómo trasmitir y exponer la interpretación de la Escritura. Enumera en este capitulo el autor desde las traducciones, comentarios y teologías bíblicas, pasando por las catenas, paráfrasis, apostillas, escolios, glosas, hasta las formas expositivas pastorales: la lección sagrada y la homilía . Bien podríamos soñar con una cátedra de proforística donde se forjasen elocuentes, los que ya han sido formados como sabios.
Pero la proforística es una ciencia preceptiva, como la de la oratoria. No es una escuela en el arte de predicar. La elocuencia sagrada es un arte que se puede aprender, como todo arte en la escuela de los buenos maestros, con la práctica y el ejercicio continuo y empeñoso.
San Agustín no tiene dudas cuando zanja la falsa oposición entre elocuencia y sabiduría en estos términos:
“A éste, pues, que debe decir con sabiduría lo que no logra expresar con elocuencia, le es en sumo grado necesario retener las palabras de las Escrituras, porque cuanto más pobre se ve en las suyas tanto más debe caudal debe hacer con aquellas y enriquecerse con ellas. A fin de que lo que dijere con sus propias palabras lo pruebe con las de la Escritura, y así el que era pequeño por las propias, crezca en cierto modo con el testimonio de las grandes. Deleitará demostrando el que no puede deleitar diciendo.[...] Mientras que los que hablan con elocuencia son oídos con gusto, los que hablan sabiamente son oídos con provecho. Por eso no dice la Escritura que la multitud de los elocuentes sino que la multitud de los sabios es la salud del universo. [...] Hay varones eclesiásticos que trataron las palabras divinas no sólo sabia sino también elocuentemente, y para leerlos, antes faltará tiempo que puedan faltar sus escritos a los estudiosos y a los dedicados a ellos” .
Agustín sugiere con estas últimas palabras que abundan los ejemplos en los que podemos aprender, no por vía de preceptos del arte retórica y proforística, sino de imitación de maestros de la predicación sagrada, a juntar sabiduría y bien decir.
Del menosprecio al aprecio de la elocuencia bíblica
Este tema de la elocuencia de los retóricos y la sabiduría de la Escritura es un tema bien conocido y muy querido para San Agustín porque es un tema autobiográfico. Él pasó de aborrecer el estilo bíblico a admirarlo y recomendarlo, después de convertido y en la escuela de san Anselmo, como modelo de elocuencia.
Antes de su conversión, aunque ya en camino de ella, deseoso de iniciarse en el conocimiento de las Escrituras, comenzó a leerlas y aborreció su estilo:
“Decidí aplicar mi ánimo a las Santas Escrituras y ver qué tal eran. Mas he aquí que me topo con un objeto que no estaba ni a la altura de gente superior ni al alcance de los simples; algo que tenía una entrada humilde, que no pegaba con su interior sublime y velado de misterios. Y yo no era tal, por entonces, que pudiera doblar la cerviz y abajarme para entrar por ella. Sin embargo, al fijar la atención en aquellos escritos, no pensé entonces lo que ahora digo, sino simplemente me parecieron indignos de parangonarse con la majestad de los escritos de Tulio. Mi hinchazón recusaba su estilo y mi mente no penetraba en sus sentidos interiores. Las Escrituras eran capaces de crecer con los pequeños. Pero yo desdeñaba ser pequeño e hinchado de soberbia me creía grande” .
Es un buen ejemplo de acedia ante las Escrituras. Un ejemplo que conviene tener presente porque es un tipo de acedia que, atravesando los siglos y cambiando de piel, llega hasta el nuestro. ¿No se ha avergonzado nuestro tiempo de lo que las Escrituras tienen de mítico e inaceptable por el “Hombre de Hoy”? Y el escándalo del racionalismo exegético a lo Bultmann, ¿no ha penetrado la academia católica? ¿Y no paraliza más o menos conscientemente a muchos sacerdotes que ya no se atreven a proponer los milagros de Cristo a los fieles como objeto de fe? ¿No se ve en algunas oportunidades sustituir los textos bíblicos en la liturgia, por otros textos de autores modernos que “dicen más”, “llegan más”, “impactan más”...? ¿Y no se ha hecho dogma pedagógico de una corriente catequística que se ha de partir de un hecho de vida, porque la Escritura es oscura, no se entiende, y debe ser “iluminada por la vida”?
La misma enfermedad de menosprecio por la Escritura recorre los siglos hasta el nuestro. En una obra escrita en 1790, el Padre Manuel Lacunza un jesuita chileno expulso lamentaba desde su exilio en Italia:
“Deseo y pretendo en primer lugar, despertar por este medio, y aun obligar a los sacerdotes a sacudir el polvo de las Biblias, convidándoles a un nuevo estudio, a un examen nuevo, a una nueva, y más atenta consideración del Libro Divino: el cual, siendo libro propio del sacerdocio, como lo son respecto de cualquier artista los instrumentos de su facultad, en estos tiempos, respecto de no pocos, parece ya el más inútil de todos los libros. ¿Qué bien no debiéramos esperar de este nuevo estudio, si fuese posible restablecerlo entre los sacerdotes hábiles y constituidos en la iglesia por maestros y doctores del pueblo cristiano?” .
Antonio Rosmini lamentaba el mismo mal algunas décadas más tarde, y afirmaba que la llaga en la mano derecha de la Iglesia era la insuficiente educación bíblica y teológica del clero.
Elogio agustiniano de la suprema elocuencia de las Escrituras
Pero volvamos a san Agustín.
Comparemos el texto de las Confesiones en que san Agustín confiesa su acedia ante el estilo bárbaro de las Escrituras con la siguiente página del De Doctrina Christiana.
Veremos cuánto ha cambiado con los años la percepción del convertido san Agustín, de la elocuencia propia de las Sagradas Escrituras:
“Ahora tal vez pregunte alguno si nuestros hagiógrafos, cuyos escritos divinamente inspirados componen nuestro canon de provechosísima autoridad, han de ser llamados solamente sabios o también elocuentes. Fácilmente respondemos a esta pregunta tanto yo, como los que piensan como yo. Porque allí donde los comprendo, no hay escritos que me puedan parecer, no sólo más sabios, sino más elocuentes. Y me atrevo a afirmar que, todos los que, como yo, entienden lo que ellos dicen, estarán de acuerdo conmigo en que no lo hubieran podido decir mejor” .
¡Qué cambio en la percepción, incluso estética, del estilo oratorio y la elocuencia!
Así como hay - prosigue Agustín - una elocuencia propia de oradores jóvenes y otra de oradores ancianos. Y cada estilo debe ser adecuado al orador. Pues de la misma manera,:
“hay una elocuencia propia que es la conveniente a estos hagiógrafos, hombres dignísimos de suma autoridad y profundamente divinos. Con esta elocuencia hablaron aquellos autores sagrados, y ni a ellos les convenía otra ni la suya era conveniente a otros oradores. Esta es la que convenía que usaran. Y cuanto más despreciable le parece a otros, tanto más sublime es, no por la inflación de las palabras sino por la solidez de su sustancia” .
Pablo se preciaba de no cuidarse de las formas retóricas de recibo: “¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el escriba? ¿Dónde el disputador de esta edad presente? ¿No es cierto que Dios ha transformado en locura la sabiduría de este mundo? (1 Cor 1,20) [...] “Ni mi mensaje ni mi predicación fueron con palabras persuasivas de sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder (1 Cor 2, 4 )
Es que hay una cierta oscuridad propia de la materia que ha de conservarse también en el discurso mistagógico. ¿Qué hacer con nuestra predicación? ¿Cortarla, - como suelen exigir los medios de comunicación – a la medida del que capta menos? ¿bajarnos al mínimo común denominador de los incapaces? ¿O arriesgarnos a tirar por encima de las cabezas para que también alguien se levante y crezca? A veces subestimamos la capacidad de los fieles para reconocer, humildemente, que hay cosas que no entienden y que el sacerdote debe decir para los que entiendan.
Este asunto lo ilumina el pasaje siguiente del De Doctrina :
“Donde no los entiendo – prosigue Agustín – ciertamente me parece menor su elocuencia. Sin embargo, no dudo de que estén hablando en esos casos con la misma elocuencia con que hablan en los pasajes en que los entiendo. Son también elocuentes con una elocuencia adecuada al asunto cuando la misma oscuridad de los dichos saludables y divinos debía ser integrada en el modo de expresarlos, con el fin de que nuestro entendimiento, no sólo aprovechase con la formulación sino con el ejercicio de lo expresado”
Es interesante ver cómo el Agustín maestro cristiano refuta ahora a los que menosprecian la elocuencia sagrada de las Escrituras como lo hacía él mismo antes de convertido. Es como si se refutase a sí mismo años después:
“Bien pudiera, si tuviera tiempo, hacer ver a los que anteponen los modelos de elocuencia profana a la elocuencia de los hagiógrafos, que no es lo mismo la hinchazón que la grandeza. Que todas las gracias y adornos de la elocuencia de los que ellos se jactan, se hallan también en los escritos sagrados de los autores que la divina Providencia destinó para nuestra enseñanza y para conducirnos de este depravado siglo al siglo bienaventurado.
Pero lo que en esta elocuencia me deleita más de lo que puede ponderarse, no es lo que tienen de común nuestros autores sagrados con los oradores y poetas paganos. Lo que más me aturde y maravilla es que de tal modo usaron de la elocuencia nuestra (profana) moldeándola y combinándola con la otra elocuencia que les es propia, que ni les faltó elocuencia ni se pasaron de elocuentes. Porque no convenía que desaprobasen el arte retórico, pero tampoco convenía que hiciesen gala de él. Hubiera parecido que lo desaprobaban si lo hubiesen evitado. Y se podría pensar que se jactaban de elegancias en el decir si la hubiesen cultivado llamativamente”.
Lo asombroso de la elocuencia de estos autores sagrados, - completa Agustín – es que:
“En los pasajes en que los entendidos las reconocen se expresan realidades tales que las palabras con que se las expresa no parecen dichas por el que las expresa, sino que parecen ser las cosas mismas haciéndose presentes por sí mismas, como si realidades sacras y palabras sacras estuviesen fundidas en uno y desde siempre se correspondiesen necesariamente. Como si se nos quisiera dar a entender que la sabiduría sale de su misma casa, es decir, del corazón del sabio, y que la elocuencia sagrada, como criada inseparable, la sigue aún sin ser llamada” .
Brilla en las palabras de Agustín una virtud cristiana: apreciar todo lo bueno que se encuentra en la herencia clásica, aún reconociendo su límite. El arte retórica será como una ancilla sapientiae. Una servidora de la Dama Sabiduría.
Arte retórica y don de la palabra
“Así como Dios obra algunas veces milagrosamente
de un modo más excelente
lo que la naturaleza puede obrar;
así también el Espíritu Santo
obra más excelentemente por la gracia de la palabra,
lo que el arte retórica puede producir
de un modo más inferior”
(ST 2-2ae, Q. 177, a. 1, ad 1m)
Llegamos así al último punto que quiero exponer. El más consolador para ministros de la palabra sagrada. Y es lo relativo al don de la palabra. Una gracia gratis data, un carisma, que Dios da, no en consideración de los méritos, de la virtud, de la santidad del ministro, sino en función del bien de aquellos a quienes sirve con su ministerio.
Para exponer este punto voy a despedirme de san Agustín y voy a acudir al artículo primero de la Quaestio que Santo Tomás le dedica en la Summa a: De la gracia gratis-dada que consiste en la palabra . El artículo primero plantea la cuestión: De si hay alguna gracia gratis-dada que consista en la palabra.
Me parece una joyita de elocuencia teológica a la que poco podemos quitarle ni agregarle los menos doctos y elocuentes.
¿De qué palabra se trata? Santo Tomás aclara: aquella palabra de la que dice el Apóstol: “a uno es dada por el Espíritu Santo palabra de sabiduría, a otro palabra de ciencia...” (1 Cor 12, 8).
Volvemos a anudar así el hilo, al final de nuestra última exposición, con el hecho que dominó las dos primeras exposiciones: que Quien actúa a través y por la persona de los ministros, es Cristo, mediante su Espíritu. El hecho de que nuestra predicación y nuestro ministerio es algo que Cristo obra en nosotros y a lo que debemos prestarnos dócilmente .
“Debe decirse – explica Santo Tomás - que las gracias gratis-dadas [carismas] son otorgadas para utilidad de otros ”
[Lo cual me sugiere que, como sacerdote, he de pedir la gracia de una sabia y buena predicación alegando el bien de los fieles que se me ha confiado. Como quien pide el pan para repartir a los hijos. No es asunto nuestro, Señor, sino principalmente tuyo, el que nos hagas capaces]
“Mas el conocimiento, que alguno recibe de Dios, - continúa el aquinate - no puede convertirse en utilidad de otro, sino mediante la palabra. Y como el Espíritu Santo no falta en cosa alguna perteneciente a la utilidad de la Iglesia, también provee a los miembros de ella en la palabra, dándoles, no solamente la facultad de hablar de modo que sean comprendidos por diversas condiciones de individuos, lo cual pertenece al don de lenguas, sino también para que hablen eficazmente, lo cual pertenece al don de la palabra”.
Y ahora pasa a exponer Santo Tomás lo mismo que le oímos decir al comienzo del Principium Biblicum:
“Mas esto es para tres fines: Primero: para instruir en el entendimiento, lo que se hace cuando uno habla enseñando;
Segundo: para mover el afecto, esto es, a fin de que se oiga con buena voluntad la palabra de Dios, lo cual se realiza cuando uno habla deleitando a sus oyentes, y uno no debe buscar esto en su propio favor sino para atraer a los hombres a oír la palabra de Dios.
Y, tercero: para hacer amar lo que las palabras significan, e inducir a querer practicarlo, lo cual se hace cuando hablando, se mueve al oyente. Para producir este efecto el Espíritu Santo usa de la lengua del hombre como de instrumento; pero es el Espíritu el que perfecciona la operación interior. Por lo cual dice San Gregorio: “Si el Espíritu Santo no llena los corazones de los oyentes, en vano resuena en los oídos corporales la voz de los que enseñan”
La primera objeción que se podría poner a la necesidad de una gracia de la palabra, sería, - dice Santo Tomás – que no se ve la necesidad de que exista una gracia o don especial; porque para enseñar, deleitar y mover, ya está el arte retórica y la elocuencia. A lo que responde:
“Debe decirse que, así como Dios obra algunas veces milagrosamente de un modo más excelente lo que la naturaleza puede obrar; así también el Espíritu Santo obra más excelentemente por la gracia de la palabra, lo que el arte retórica puede producir de un modo más inferior” (ad 1m)
Concluyendo
El don de la palabra es el don más apetecible para nosotros los sacerdotes. Es un don que está como anexo a nuestro ministerio y orden sacerdotal. Casi como una gracia propia de nuestra ordenación. Como todos los dones que el Padre está deseoso de derramar, ha de pedirse con plena confianza, disponerse para recibirlo, reconocerlo cuando actúa, sin confundirlo con algo nuestro (¿qué tienes que no hayas recibido?), recibirlo efectivamente, agradecerlo y alegrarse con él, y por fin secundarlo y cultivarlo, atesorarlo y no menospreciarlo para no perderlo por el abuso o el desuso.
Al pedirlo se ha de pedir sabiamente. No para provecho propio alguno, sino para bien exclusivo de los fieles confiados a la cura pastoral y de cuya salvación y santidad somos de alguna manera responsables, como administradores ante el Dueño de Casa.
En nuestra predicación, la Escritura no tiene el mismo lugar que tenía la Escritura en la enseñanza de los escribas y fariseos.
Glosando la advertencia de Jesús, podemos decir que si el lugar de la Escritura en nuestra predicación no es el que le da Jesús en la suya, superando así la antigua comprensión de las Escrituras, no se cumple con la misión de ser testigos y apóstoles según la entiende el que nos envía (Mateo 5, 17-20).
Jesús provocaba extrañeza entre los fariseos y los escribas, en las sinagogas de su pueblo, porque hablaba “no como los escribas” sino con propia autoridad. “Habéis oído que se dijo, pero yo os digo” (Mateo 5, 21.27.31, 33. 38. 43). “Amen, amen dico vobis”, “en verdad en verdad os digo”. Quedaban asombrados porque enseñaba como quien tiene autoridad y no como sus escribas (Cfr. Marcos 1, 22.27; Mateo 7, 28-29).
Es decir, que el lugar de la Escritura en la enseñanza de Jesús era nuevo y distinto del que le daban los maestros de Israel a las Escrituras en su enseñanza.
Se extrañaban – diríamos - de que Jesús no citara bibliografía.
Nosotros, como ministros de Cristo, hablamos en nombre suyo, in Persona Christi y hemos de hacer pesar su autoridad, no anteponiéndole la menguada nuestra. Cuando hablamos, ha de ser Él quien hable y explique las Escrituras. Cuando hablamos, tenemos que dejarlo hablar a Él. Todo esto, me parece, es parte del don de la Palabra y por lo tanto, no es tanto cuestión de entenderlo, cuanto de recibirlo. Y la mayoría de las veces lo tenemos sin haberlo advertido.
Si es así, y ahora me doy cuenta de que ya lo tenía, me alegraré y agradeceré. Y comenzaré a cultivarlo en mí gozosa y diligentemente.
Porque el gozo del Señor es nuestra fortaleza.
¡Sic Deus nos adjuvet!
CON EL MISMO ESPÍRITU
La Homilía según la enseñanza del Vaticano II
Hace ya casi cuarenta años, los Padres del Concilio Vaticano II se ocupaban del tema de la función de la homilía y del lugar de la Sagrada Escritura en ella. Encontramos su enseñanza al respecto en tres lugares de los documentos conciliares. En la Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium (24, 35, 52), en la Constitución Dei Verbum (24) y en el Decreto Presbiterorum Ordinis (4b) .
1. La Constitución Sacrosanctum Concilium prescribe que se ha de procurar una mayor riqueza y amplitud de lecturas bíblicas en el nuevo Misal y enseña que el sermón u homilía se ha de ocupar principalmente de explicar al pueblo el sentido de las Sagradas Escrituras que acaban de leérsele.
En los tramos de la Constitución donde se trata de aquélla forma de predicación que acompaña la celebración de cualquiera de los sacramentos en general, se considera que su destino y su contenido ha de consistir principalmente explicar las Escrituras al Pueblo.
En Sacrosanctum Concilium 24, en el contexto de las normas generales, se dice que de las Sagradas Escrituras se toman los textos que se explican en la Homilía. Es clara la convicción y la enseñanza de los Padres conciliares de que la Homilía versa principalmente sobre la Escritura y que su misión es explicarla y aplicarla al misterio que se celebra enlazándolo con la acción de Dios y la respuesta que han de darle los fieles tanto en la celebración sacramental misma como en el contexto de toda su vida cristiana:
“En la celebración litúrgica, la Sagrada Escritura es de máxima importancia. Pues de ella se toman las lecturas que luego se explican en la homilía, y los salmos que se cantan, las preces, oraciones e himnos litúrgicos están penetrados de su espíritu y de ella reciben su significado las acciones y los signos. Por tanto, para procurar la reforma, el progreso y la adaptación de la sagrada liturgia, hay que fomentar aquel amor suave y vivo hacia la Sagrada Escritura que atestigua la venerable tradición de los ritos, tanto orientales como occidentales (SC 24)
En el número 35 de Sacrosanctum Concilium, se trata de la Escritura y la Homilía, ahora, más particularmente desde el punto de vista de su conexión con el resto del rito eucarístico y se prescribe:
“Para que resulte evidente que en la Liturgia la palabra y el rito se unen estrechamente 1) En las celebraciones sagradas debe haber lecturas de la Sagrada Escritura más abundantes, más variadas y más apropiadas; 2) Se indicará también en las rúbricas el lugar más apropiado y adecuado al rito para que se tenga el Sermón, como parte integrante de la acción litúrgica. Y que se ejercite exacta y fidelísimamente el ministerio de la predicación. Cuyas fuentes principales serán la Sagrada Escritura y la liturgia, ya que es una proclamación de las maravillas obradas por Dios en la historia de la salvación o misterio de Cristo, que está siempre presente y obra en nosotros, particularmente en la celebración litúrgica” (SC 35).
Retengamos la definición de predicación que se nos da aquí: “una proclamación de las maravillas obradas por Dios en la historia de la salvación o misterio de Cristo, que está siempre presente y obra en nosotros, particularmente en la celebración litúrgica”.
El sermón ha de explicar lo que sucede en este momento en el rito sacramental, bautismo, confirmación, matrimonio, penitencia, y en particular en la homilía eucarística, colocándolo a la luz de la historia salvífica y el misterio de Cristo, de los que nos hablan las Sagradas Escrituras. El sermón está por lo tanto al servicio de la interpretación profética del acontecer sacramental, a la luz que arrojan sobre él las Escrituras, revelándolo como momento de gracia presente. Como hoy salvífico. La Escritura ilumina antes que nada el hoy de gracia, la actualidad salvífica que tiene lugar en el sacramento.
Algo más adelante, la Constitución sobre la Sagrada Liturgia vuelve a ocuparse de la relación entre las lecturas de la Escritura y la predicación. Pero ahora lo hace, más concretamente, en el contexto específico de la acción eucarística, a la relación entre la Homilía y las lecturas bíblicas. Después del manifestar el deseo de que la liturgia eucarística ofrezca una mayor riqueza bíblica en los nuevos leccionarios, trata inmediatamente de lo que la Homilía deberá hacer con esas lecturas más abundantes:.
“A fin de que la mesa de la palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles, ábranse con mayor amplitud los tesoros de la Biblia, de modo que, en un período determinado de años, se lean al pueblo las partes más significativas de la Sagrada Escritura”. (SC 51).
Y continúa inmediatamente en el número siguiente precisando el contenido de la Homilía en estos términos:
“La Homilía, en la cual a lo largo del año litúrgico se van exponiendo los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana, se recomienda encarecidamente como parte integrante de la misma acción litúrgica. Más aún, en los domingos y días de fiesta de precepto que se celebran con asistencia de pueblo, no se omita la homilía si no es por una causa grave” (SC 52)
Retengamos la descripción del contenido de la Homilía: 1) exponer los misterios de la fe y 2) las normas de la vida cristiana. La Homilía eucarística es, pues, un caso particular de sermón sacramental. Y como todo sermón sacramental debe: exponer los misterios de la fe a la luz de la Palabra de la Sagrada Escritura, de modo que iluminen la vida de los fieles y la enlacen con el misterio sacramental que se celebra.
En esta doble finalidad de la Homilía convergen, unidos, los dos aspectos, el doctrinal y el parenético, del ministerio de la Palabra. El predicador, como Pablo en sus cartas, aúna en sí los ministerios del maestro y el profeta y despliega, en la medida de la gracia que se le ha conferido, sus respectivos dones carismáticos. Es lo que explicitará – como veremos - el documento conciliar que se ocupa de los presbíteros como ministros de la Palabra: Presbiterorum Ordinis.
Hasta aquí la enseñanza conciliar sobre nuestro asunto en la Sacrosanctum Concilium. Veamos lo que nos dice sobre él la Constitución Dei Verbum.
2. La Constitución Dei Verbum hablando del lugar de la sagrada Escritura en la Vida de la Iglesia, afirma primero genéricamente que la Iglesia:
“enseñada por el Espíritu Santo, se esfuerza en acercarse, de día a día, a la más profunda inteligencia de las Sagradas Escrituras para alimentar sin desfallecimiento a sus hijos con las divinas enseñanzas” (DV 23) .
Y particulariza, en el número siguiente ,ubicando a la Homilía en ese contexto general del ministerio de la Palabra en la Iglesia y jerarquizando el lugar que ocupa entre todas las formas de la predicación:
“También el ministerio de la Palabra, esto es, la predicación pastoral, la catequesis y toda instrucción cristiana, en que es preciso que ocupe un lugar importante la Homilía litúrgica, se nutre saludablemente y se vigoriza santamente con la misma palabra de la Escritura” (DV 24c)
Notemos el enfoque sapiencial de la Dei Verbum. Dicho enfoque se manifiesta en que la Dei Verbum encara los contenidos escriturísticos de la Homilía desde el punto de vista del acceso de los fieles a la divina sabiduría revelada. Sapienciales son por ejemplo las expresiones “alimentar”; “nutrir”. Estas expresiones nos remiten a las grandes imágenes nutricias del Banquete de la Sabiduría, a cuya luz se ha de entender que en la Homilía, al explicar las Escrituras, se hace sentar a los fieles a la abundante mesa de la Palabra, o se les da el Pan de la Palabra.
La Sacrosanctum Concilium resalta el rol y el sentido de la Sagrada Escritura en su engarce litúrgico sacramental. Ése es su lugar más propio y condigno en la vida de la Iglesia. La Sagrada Escritura está allí como en su casa. Su hogar es el templo y la celebración de los misterios divinos, de los cuales Dios mismo es el actor principal y protagonista, y el celebrante, como servidor y ministro, actor secundario y subordinado.
La Dei Verbum pondera la virtud vivificante de la Palabra como portadora de la divina revelación y, en ese contexto, recuerda a la Homilía como el lugar privilegiado de su dispensación, considerándola como el banquete supremo de la Palabra.
De ahí que recomiende a los que en la Iglesia tienen el ministerio de la Palabra, la lectura asidua u el estudio de las Escrituras de cara a la predicación:
“Es necesario por lo tanto que todos los clérigos, principalmente los sacerdotes de Cristo y los demás que, como los diáconos y catequistas, se dedican al ministerio de la palabra, se sumerjan en las Escrituras con asidua lectura y con estudio diligente, para que ninguno de ellos resulte ‘predicador vacío y superfluo de la palabra de Dios, que no la escuche en su interior’ (S. Agustín, Serm 179, 1), puesto que debe comunicar a los fieles que se le han confiado, sobre todo en la sagrada liturgia, las inmensas riquezas de la palabra divina” .
Es importante notar que, en la Constitución Dei Verbum, manifiestan su deseo de que la ciencia bíblica en la Iglesia está al servicio de la formación de ministros idóneos de la palabra en su sede litúrgica. Ha de ser una exégesis que esté al servicio de aquél ministerio de la Palabra que tiene su engarce principal en el culto sacramental y cuyo fin es la santidad de los fieles que han de ser conducidos al amor de Dios.
“Conviene que los exegetas católicos y demás teólogos se dediquen, aunando diligentemente sus fuerzas, a investigar y proponer las divinas Letras, bajo la vigilancia del sagrado Magisterio, con los instrumentos oportunos, de forma que el mayor número de ministros de la palabra puedan repartir fructuosamente al pueblo de Dios el alimento de las Escrituras, que ilumine la mente, robustezca las voluntades y encienda los corazones de los hombres en el amor de Dios”
Esta enseñanza de la Dei Verbum podría dar pie, cuando ya corremos hacia el medio siglo de su proclamación, a hacer una evaluación del estado de la ciencia exegética y de la teología bíblica católica, del modo como se imparte en nuestros seminarios y facultades de teología
Podría encuestarse a los sacerdotes preguntándoles si estiman que la formación bíblica recibida los habilitó para esa lectura estudiosa y orante, si los pertrechó con la debida ciencia y si les ha sido útil para sus homilías. Podría encuestarse también si encuentran en la abundante producción de las editoriales católicas, comentarios bíblicos, obras de exégesis y de teología bíblica, homiliarios, obras que sirvan a la vez a la inteligencia, al corazón y al espíritu, para elevarlos al amor de Dios que deben comunicar.
Podría preguntárseles si tienen alguna sugerencia que hacer acerca de la enseñanza de la Sagrada Escritura y la exégesis bíblica en los seminarios.
La Constitución Dei Verbum enseña que el proceso interpretativo de la Sagrada Escritura, si bien debe comenzar en el texto prestando atención al género literario y valiéndose de todas las ciencias auxiliares de la exégesis, debe culminar, de acuerdo a la constante enseñanza del Magisterio, en una lectura espiritual pneumática:
“La sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que se escribió” .
Creo que no es exagerado concluir que cuando se la interpreta en el curso de la Homilía, también se la ha de interpretar no sólo con ciencia bíblica, sino en el Espíritu de santidad, en una operación carismática en el sentido paulino.
Lo que obra el Espíritu Santo es entender el texto en el contexto, la parte en la armonía vital del conjunto, cada palabra en la verdad del diálogo de amor:
“Para entender el sentido exacto de los textos sagrados hay que atender no menos diligentemente al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe”
El proceso interpretativo de la Escritura comienza en el texto y culmina en el contexto. Va de la letra al Espíritu, pasando por la Escritura, la Tradición eclesial y la analogía de la fe. Procede de la parte al todo y vuelve del todo a la parte. El ministerio de la palabra es conjunción de magisterio y profecía, de ciencia y de sabiduría. Es palabra de sabiduría entre perfectos.
3. La Presbiterorum Ordinis (4b) va a tocar el lugar de la Sagrada Escritura en la Homilía desde el punto de vista del oficio del predicador, es decir, desde el punto del presbítero a quien el obispo lo asocia a su ministerio de la Palabra.
“El pueblo de Dios se reúne, ante todo, por medio de la palabra de Dios vivo, que corresponde naturalmente buscar en la boca de los sacerdotes. Pues como nadie puede salvarse si antes no cree, los presbíteros, como cooperadores de los obispos, tienen como oficio principal anunciar a todos el Evangelio de Dios, para constituir e incrementar el pueblo de Dios, cumpliendo el mandato del Señor: id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura (Mc 16,15)”
Con la predicación se constituye o funda la Iglesia y con la misma palabra se la aumenta y hace crecer. El decreto Presbiterorum Ordinis lo afirma cuando dice, remitiéndose a la sabiduría pastoral de San Pablo:
“Porque con la palabra de salvación se suscita la fe en el corazón de los no creyentes y se robustece en el de los creyentes, y con la fe empieza y se desarrolla la congregación de los fieles, según la sentencia del apóstol: la fe viene por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo (Rom 10, 17)” .
La Homilía se sitúa así en relación con la obra divina de alimentar y edificar la Iglesia. Atendiendo a cuya edificación, afirma el decreto:
“atendiendo sobre todo a aquellos que comprenden o creen poco lo que celebran, se requiere la predicación de la palabra para el ministerio de los sacramentos, puesto que son sacramentos de fe, que procede de la palabra y de ella se nutre. Esto se aplica especialmente a la liturgia de la palabra en la celebración de la misa, en que el anuncio de la muerte y de la resurrección del Señor, y la respuesta del pueblo que escucha, se unen inseparablemente con la oblación misma con la que Cristo confirmó en su sangre la Nueva Alianza” .
El decreto Presbiterorum Ordinis agrega, además, en este contexto de su número cuatro, algo que conviene siempre volver a recordar. En todos los planos y circunstancias de su tarea, los presbíteros, como ministros de la Palabra, ya anunciando a los no creyentes el misterio, ya enseñando la catequesis a los catecúmenos, ya instruyendo a los fieles, ya procurando tratar los problemas actuales a la luz de Cristo:
“siempre han de enseñar no su propia sabiduría, sino la palabra de Dios, e invitar indistintamente a todos a la conversión y a la santidad”
E inmediatamente el decreto autoriza y aconseja establecer explícitamente dentro de la Homilía, las relaciones entre el misterio que se celebra y que se ilumina en la Homilía con la explicación de las Escrituras, y la vida de los fieles, mediante convenientes referencias a la actualidad del mundo:
“La predicación sacerdotal, difícil, con frecuencia, en las actuales circunstancias del mundo, para mover mejor a las almas de los oyentes, debe exponer la palabra de Dios no sólo de forma general y abstracta, sino aplicando a las circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio”
La Homilía no puede convertirse en un puro comentario de actualidades sin referencia a lo que Dios está obrando en el sacramento. Esto no sería sembrar la palabra, sino robarla del corazón apenas sembrada, como las aves de la parábola del sembrador. O dejando que la sofoquen las solicitudes y preocupaciones de este mundo, ahogándola entre las espinas.
Se requiere aquí, a mi parecer, el ministerio y el carisma profético, que guiado por el Espíritu Santo, no inventa razones humanas y naturales, según la carne, sino que piensa según el Espíritu, como quien posee el pensamiento de Cristo (Cfr. 1 Cor, 2,16).
Una inspiración bíblica de la Homilía que ni banaliza el texto bíblico a lo Gerundio de Campazas, ni lo invalida según el reproche del rabino Abraham Heschel: «Siempre me ha resultado intrigante lo muy apegados que parecen estar ustedes a la Biblia y cómo la manejan luego igual que los paganos. El gran desafío para aquellos de nosotros que queremos tomar la Biblia en serio, es dejar que nos enseñe sus categorías esenciales propias; y después, pensar nosotros con ellas, en lugar de pensar acerca de ellas»” [Rabino Abraham Heschel en un Congreso de Teología cristiana].
Resumiendo las enseñanzas conciliares podemos decir que el lugar de la Sagrada Escritura en la Homilía queda iluminado desde tres puntos de vista o ángulos distintos:
1) la Sacrosanctum Concilium trata de la Homilía, como un caso particular de la predicación sacramental, en el lugar más propio y cotidiano, aunque no único, del ministerio de la palabra en la Iglesia.
2) la Dei Verbum toca el lugar de la Sagrada Escritura en la Homilía en el contexto de su enseñanza sobre la Revelación y la Escritura y atendiendo a la dispensación sapiencial del ministerio de la palabra
3) el decreto Presbiterorum Ordinis, por fin trata de la Homilía como una de las formas del ministerio de la palabra del presbítero y explicita más, que la inspiración escrituraria de la predicación, Homilía incluida, ha de tender a conmover y a mover, y que por lo tanto debe unir al magisterio docente el magisterio profético. De ahí que debe completar el arco que va de la Palabra a la vida, iluminando la vida diaria con la palabra. Haciendo llegar la Palabra eterna de Dios y su misterio, al oído del hombre en su hoy circunstancial e histórico.
Es Cristo ayer, hoy y siempre. Alfa y Omega, principio y fin, quien sentado a la derecha del Padre entrega cada día su cuerpo y su palabra, por medio de su ministro sacerdote.
El Concilio no innova nada en nuestro tema. Retoma la enseñanza tradicional según la cual, el buen predicador no sólo ha de enseñar, sino también cautivar para que logre convertir y que para el buen logro de estos tres fines, la Sagrada Escritura es el mejor y más apto instrumento del ministro de la Palabra.
APENDICE PRIMERO
EL OFICIO Y EL DON
DE INTERPRETAR LA ESCRITURA:
“CON EL MISMO ESPÍRITU”
Una explicación de Santo Tomás retomada por el Vaticano II
La interpretación de la Sagrada Escritura
tiene que ser un fruto o don del Espíritu Santo,
una gracia de Dios que se da a la Iglesia a través de personas
dotadas de ese carisma de interpretación de la Escritura.
El principio que sienta Santo Tomás
es el mismo que recoge el Vaticano II:
“La Escritura ha de ser interpretada
por el mismo Espíritu por el que fue escrita” .
Santo Tomás de Aquino, en la Cuestión 17 de la Quodlibetal 12 trata del ‘oficio de interpretar la Escritura’ . Nos suministra allí elementos que es útil volver a considerar y tener en cuenta.
Le plantean al Santo Doctor una pregunta relativa al “oficio de los expositores de las Sagradas Escrituras” y en primer lugar, “si todo lo que han dicho los doctores provenga del Espíritu Santo”.
Los que plantean la pregunta adelantan que “parecería que no”, puesto que “en sus dichos se encuentra a veces algún error, porque a veces no están de acuerdo entre sí en sus exposiciones. Y “no pueden ser verdaderas dos afirmaciones contradictorias”.
En otras palabras ¿Cómo van a estar inspirados por el Espíritu Santo los santos doctores si algunas veces se contradicen?
Santo Tomás acomete la respuesta anunciando que la objeción no es invalidante del hecho: “Contra esto hay que considerar que”.
Y expone su argumento con el siguiente silogismo:
Mayor: “Ha de ser lo mismo lo que obra por un fin y lo que conduce a obtener el fin”.
Menor: “El fin de la Escritura, que es del Espíritu Santo, es la instrucción de los hombres”.
Es así que: “esta instrucción de los hombres por medio de las Escrituras no puede tener lugar si no es por medio de las exposiciones de los santos.
Conclusión: Por lo tanto, las exposiciones de los santos han de provenir del Espíritu santo”.
Queda así asentada la verdad de que la interpretación de la Sagrada Escritura tiene que ser un fruto o don del Espíritu Santo, una gracia de Dios que se da a la Iglesia a través de personas dotadas de ese carisma de interpretación de la Escritura.
El principio lo toma Santo Tomás de la tradición de los Santos Padres y es el mismo que recordará el Papa Benedicto XIV en la Encíclica Spiritus Paraclitus y recogerá el Vaticano II: “La Escritura ha de ser interpretada por el mismo Espíritu por el que fue escrita” .
Si el carisma de la inspiración es obra de gracia en el hagiógrafo, el carisma de la interpretación debe ser una análoga obra de gracia en el intérprete.
El paralelismo y la analogía entre inspiración e interpretación no está explícito pero está lógicamente implicado.
Veamos ahora cómo soluciona la dificultad, porque también deja enseñanzas este razonamiento, ya que continúa con la explicación de la conclusión del silogismo probado en el cuerpo del artículo:
“Respondo diciendo que las Escrituras se escriben y se explican por obra de un mismo Espíritu santo . Por lo cual se dice en la 1 Cor 2, 14: “el hombre animal no percibe las cosas de Dios, el hombre espiritual juzga de todo, y particularmente de lo tocante a la fe, porque la fe es un don de Dios, y por lo tanto, la interpretación de lo que se dice se enumera entre los dones del Espíritu Santo (1 Cor 12, 10).
Por lo que hay que responder a la primera dificultad diciendo que las gracias gratis datae (carismas) no son hábitos, sino que son ciertos movimientos que produce el Espíritu Santo. Porque si fuesen hábitos, el profeta tendría revelación mediante el don de profecía siempre que quisiese, lo cual no es verdad. Y por eso, para la revelación de algunas cosas ocultas, algunas veces es tocada la mente por el Espíritu Santo, pero otras veces no, sino que se le ocultan algunas cosas. Por eso dijo Eliseo “ el Señor me lo ocultó y no me lo indicó” (2 Re 4, 27). Y en otras ocasiones, también sucede que hablan por sí mismos, como por ejemplo habló Natán cuando aconsejó a David que edificara el Templo. Pero después corregido por el Señor, y como retractándose, se lo prohibió a David de parte de Dios.
Lo que hay que sostener es que todo lo que se contiene en la Sagrada Escritura es verdadero; porque de otro modo, el que pensara lo contrario sería hereje. Pero, los expositores en algunas cosas que no tocan a la fe, dijeron muchas cosas según su parecer en las cuales bien pudieron equivocarse. Pero los dichos de los expositores no hay obligación de creerlos, sino solamente hay que creer a la Escritura canónica que se encuentra en el Nuevo y Antiguo Testamento”
Una conclusión muy liberadora
“Los dichos de los expositores no hay obligación de creerlos, sino solamente hay que creer a la Escritura canónica”. . Sin comentarios.
Santo Tomas Quodlibetum 12, Quaestio 17 art. 1
Texto castellano
“Acerca del oficio de los expositores de las Sagradas Escrituras, se pregunta en primer lugar si todo lo que han dicho los doctores provengan del Espíritu Santo. Y parece que no. Ya que en sus dichos se encuentran a veces algún error, porque a veces no están de acuerdo en sus exposiciones. No puede ser verdadero lo que es desemejante o disonante, ya que no pueden ser verdaderas dos afirmaciones contradictorias.
Pero contra esto hay que considerar que ha de ser lo mismo lo que obra por un fin y lo que conduce a obtener el fin. El fin de la Escritura, que es del Espíritu Santo, es la instrucción de los hombres. Pero esta instrucción de los hombres por medio de las Escrituras no puede tener lugar si no es por medio de las exposiciones de los santos. Por lo tanto, las exposiciones de los santos han de provenir del Espíritu santo.
Respondo diciendo que las Escrituras se escriben y se explican por obra de un mismo Espíritu santo. Por lo cual se dice en la 1 Cor 2, 14: “el hombre animal no percibe las cosas de Dios, el hombre espiritual juzga de todo, y particularmente de lo tocante a la fe, porque la fe es un don de Dios, y por lo tanto, la interpretación de lo que se dice se enumera entre los dones del Espíritu Santo (1 cor 12, 10).
Por lo que hay que responder a la primera dificultad diciendo que las gracias gratis datae (carismas) no son hábitos, sino que son ciertos movimientos que produce el Espíritu Santo. Porque si fuesen hábitos, el profeta tendría revelación mediante el don de profecía siempre que quisiese, lo cual no es verdad. Y por eso, para la revelación de algunas cosas ocultas, algunas veces es tocada la mente por el Espíritu Santo, pero otras veces no, sino que se le ocultan algunas cosas. Por eso dijo Eliseo “ el Señor me lo ocultó y no me lo indicó” (2 Re 4, 27). Y en otras ocasiones, también sucede que hablan por sí mismos, como por ejemplo habló Natán cuando aconsejó a David que edificara el Templo. Pero después corregido por el Señor, y como retractándose, se lo prohibió a David de parte de Dios.
Lo que hay que sostener es que todo lo que se contiene en la Sagrada Escritura es verdadero; porque de otro modo, el que pensara lo contrario sería hereje. Pero, los expositores en algunas cosas que no tocan a la fe, dijeron muchas cosas según su parecer en las cuales bien pudieron equivocarse. Pero los dichos de los expositores no hay obligación de creerlas, sino solamente hay que creer a la Escritura canónica que se encuentra en el Nuevo y Antiguo Testamento”.
Santo Tomás de Aquino: Quodlibet. 12, Quaestio 17 art. 1
Texto latino
Prologus PR Deinde quaesita sunt de officiis quatuor:- primo de officio expositorum sacrae Scripturae. Secundo de officio praedicatorum. Tertio de officio confessorum. Quarto de officio vicariorum.
TTA Ad primum quaesitum est utrum omnia quae doctores sancti dixerunt, sint a spiritu sancti; et videtur quod non. Quia in suis dictis sunt aliqua falsa, nam in suis expositionibus quandoque dissonant. Non potest autem esse verum quod dissimile vel dissonum est: quia utraque pars contradictionis non potest esse vera.
Contra: Ad eundem pertinet facere aliquid propter finem et perducere ad illud finem. Sed finis Scripturae, quae est a spiritu sancto, est eruditio hominum. Haec autem eruditio hominum ex Scripturis non potest esse nisi per expositiones sanctorum. Ergo expositiones sanctorum sunt a spiritu sancto.
CO Respondeo. Dicendum, quod ab eodem spiritu Scripturae sunt expositae et editae; unde dicitur I ad Cor., II, 14: animalis homo non percipit ea quae dei sunt; spiritualis autem iudicat omnia, et praecipue quantum ad ea quae sunt fidei, quia fides est donum dei; et ideo interpretatio sermonum numeratur inter alia dona spiritus sancti, I ad Cor., cap. XII, 10.
RA Ad primum ergo dicendum, quod gratiae gratis datae non sunt habitus, sed sunt quidam motus a spiritu sancto: alias si essent habitus, propheta quando vellet per donum prophetiae revelationem haberet, quod falsum Est. Et ideo de aliquibus occultis revelandis, aliquando tangitur mens a spiritu sancto et aliquando non, sed aliqua eis occultantur; unde dixit eliseus, IV Reg., IV, V. 27: et dominus celavit a me. Aliquando etiam aliqua dicunt a seipsis; sicut patet de Nathan, qui consuluit David quod aedificaret templum, postea autem a domino reprehensus et quasi retractus prohibuit hoc ipsi David ex parte dei.
Hoc tamen tenendum est, quod quidquid in sacra Scriptura continetur, verum est; alias qui contra hoc sentiret, esset haereticus. Expositores autem in aliis quae non sunt fidei, multa ex suo sensu dixerunt, et ideo in his poterant errare. Tamen dicta expositorum necessitatem non inducunt quod necesse sit eis credere, sed solum Scriptura canonica, quae in veteri et in novo testamento Est.
APENDICE SEGUNDO
LA FUERZA DE LA VERDAD
De si la verdad es más fuerte que el vino, que el rey y que la mujer
La discusión que aquí ofrecemos versa acerca de la fuerza de la verdad, y de si puede ser más fuerte que el vino, que el rey y que la mujer. Santo Tomás la retoma del libro III de Esdras . Parecería una disputa infantil y, además, arqueológica. Sin embargo ¿no tiende, en un tono juguetón, a devolver la confianza en la fuerza de la palabra a más de un predicador desanimado? Podemos preguntarnos si creemos realmente aún en la fuerza de la palabra evangélica de la que somos ministros. Si creemos que tenemos a nuestra disposición un poder que es, hoy también más fuerte que el vino (las adicciones), que el rey (los poderes políticos) y que la mujer (las pasiones).
Al predicador desanimado, los argumentos de Santo Tomás lo pueden ayudar a recuperar la confianza en el poder de la verdad evangélica de la que es ministro. ¿No decía Pablo que la palabra es fuerte para arrasar fortalezas?
La fuerza de la verdad
Santo Tomás de Aquino Quodlibetal 12, q. 14, Artículo 1:
La primera pregunta es acerca de si la verdad pueda ser más fuerte que el vino, que el rey y que la mujer. Y parecería que no, porque el vino trastorna totalmente al hombre; e igualmente el rey compele al hombre a que se exponerse hasta a peligros de muerte, lo cual es dificilísimo. Y en cuanto a la mujer es capaz de dominar hasta a los reyes.
Pero, como, dice el libro 3 de Esdras 4, 35 : la verdad es más fuerte que los tres.
Respondo:
Hay que decir que ésta es una pregunta planteada en Esdras a jóvenes para que la resuelvan. Porque hay que saber que si consideramos estas cuatro cosas en sí mismas, es decir: el vino, el rey, la mujer y la verdad, no son comparables entre sí, ya que no son realidades del mismo género. Pero si se consideran por comparación a algún efecto de ellas, tienen uno en común; por lo que en esto son comparables. Y el efecto común en que coinciden y son comparables, es en su capacidad para inmutar el corazón humano. Se trata pues de saber cuál es, de estas cuatro cosas, la que más inmute el corazón humano.
Hay que saber que lo conmocionable del hombre es por un lado lo corporal, y por otro lo anímico, lo cual es, a su vez, doble: la sensibilidad y la inteligencia. Ésta también es doble: a saber, la inteligencia práctica y la especulativa.
Entre las cosas que conmueven la naturaleza del hombre según la disposición del cuerpo, tiene la preeminencia el vino, que hace hablar a causa de la embriaguez. Entre las cosas que conmueven el apetito sensible, la más excelente es el deleite, principalmente el sexual: y así la mujer resulta lo más fuerte. En las cosas prácticas y humanas, lo que más poder tiene para influir al hombre es el rey. Y en las cosas especulativas la mayor y más poderosa es la verdad.
Ahora bien, las fuerzas corporales se someten a las fuerzas del alma, y las anímicas a las intelectuales, y las intelectuales prácticas a las especulativas, por lo que la verdad, de por sí, es más digna y más excelente y más fuerte.
Sto. Tomás Quodl 12, q. 14
Articulus 1 (la fuerza de la verdad)
TTA Ad primum quaesitum est utrum veritas sit fortior inter vinum et regem et mulierem.
AG Et videtur quod vinum, quia immutat maxime hominem.
Item quod rex, quia pellit hominem ad id quod est difficillimum; scilicet ad hoc quod se exponat periculo mortis. Item quod mulier, quia dominatur etiam regibus.
SC Contra, III esdrae, IV, 35: fortior est veritas.
CO Respondeo. Dicendum, quod haec est quaestio proposita iuvenibus dissolvenda in esdra.
Sciendum ergo, quod si consideremus ista quatuor secundum se, scilicet vinum, regem, et
mulierem, et veritatem, non sunt comparabilia, quia non sunt unius generis. Tamen si
considerentur per comparationem ad aliquem effectum, concurrunt in unum, et sic possunt
comparari. Hic autem effectus in quem conveniunt et possunt, est immutatio cordis humani.
Quod ergo inter ista magis immutet cor hominis, videndum est.
Sciendum est ergo, quod immutativum hominis quoddam est corporale, et aliud est animale; et
hoc est duplex, sensibile et intelligibile.
Intelligibile etiam est duplex, scilicet practicum et speculativum.
Inter ea autem quae pertinent ad immutantia naturaliter secundum dispositionem corporis, habet
excellentiam vinum, quod facit per temulentiam loqui.
Inter ea quae pertinent ad immutandum appetitum sensitivum, excellentior est delectatio, et praecipue circa venerea: et sic mulier est fortior. Item in practicis, et rebus humanis, quae possunt hoc facere, maximam potestatem habet
rex. In speculativis summum et potentissimum est veritas.
Nunc autem vires corporales subiiciuntur viribus animalibus, vires animales intellectualibus, et
intellectuales practicae speculativis; et ideo simpliciter veritas dignior est et excellentior et fortior.
APÉNDICE TERCERO
DISPOSICIONES SOBRE LA HOMILÍA
DE LA INSTRUCCIÓN REDEMPTIONIS SACRAMENTUM
Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos
Ciudad del vaticano, 23 de abril de 2004.
[63.] La lectura evangélica, que «constituye el momento culminante de la liturgia de la palabra», [139] en las celebraciones de la sagrada Liturgia se reserva al ministro ordenado, conforme a la tradición de la Iglesia. [140] Por eso no está permitido a un laico, aunque sea religioso, proclamar la lectura evangélica en la celebración de la santa Misa; ni tampoco en otros casos, en los cuales no sea explícitamente permitido por las normas. [141]
[64.] La homilía, que se hace en el curso de la celebración de la santa Misa y es parte de la misma Liturgia, [142] «la hará, normalmente, el mismo sacerdote celebrante, o él se la encomendará a un sacerdote concelebrante, o a veces, según las circunstancias, también al diácono, pero nunca a un laico. [143] En casos particulares y por justa causa, también puede hacer la homilía un obispo o un presbítero que está presente en la celebración, aunque sin poder concelebrar». [144]
[65.] Se recuerda que debe tenerse por abrogada, según lo prescrito en el canon 767 § 1, cualquier norma precedente que admitiera a los fieles no ordenados para poder hacer la homilía en la celebración eucarística. [145] Se reprueba esta concesión, sin que se pueda admitir ninguna fuerza de la costumbre.
[66.] La prohibición de admitir a los laicos para predicar, dentro de la celebración de la Misa, también es válida para los alumnos de seminarios, los estudiantes de teología, para los que han recibido la tarea de «asistentes pastorales» y para cualquier otro tipo de grupo, hermandad, comunidad o asociación, de laicos. [146]
[67.] Sobre todo, se debe cuidar que la homilía se fundamente estrictamente en los misterios de la salvación, exponiendo a lo largo del año litúrgico, desde los textos de las lecturas bíblicas y los textos litúrgicos, los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana, y ofreciendo un comentario de los textos del Ordinario y del Propio de la Misa, o de los otros ritos de la Iglesia. [147] Es claro que todas las interpretaciones de la sagrada Escritura deben conducir a Cristo, como eje central de la economía de la salvación, pero esto se debe realizar examinándola desde el contexto preciso de la celebración litúrgica. Al hacer la homilía, procúrese iluminar desde Cristo los acontecimientos de la vida. Hágase esto, sin embargo, de tal modo que no se vacíe el sentido auténtico y genuino de la palabra de Dios, por ejemplo, tratando sólo de política o de temas profanos, o tomando como fuente ideas que provienen de movimientos pseudo-religiosos de nuestra época. [148]
[68.] El Obispo diocesano vigile con atención la homilía, [149] difundiendo, entre los ministros sagrados, incluso normas, orientaciones y ayudas, y promoviendo a este fin reuniones y otras iniciativas; de esta manera tendrán ocasión frecuente de reflexionar con mayor atención sobre el carácter de la homilía y encontrarán también una ayuda para su preparación.
Notas 130-149
[130] S. CONGR. SACRAMENTOS Y CULTO DIVINO, Instr., Inaestimabile donum, n. 5: AAS 72 (1980) p. 335.
[131] Cf. JUAN PABLO II, Carta Encíclica, Ecclesia de Eucharistia, n. 28: AAS 95 (2003) p. 452; MISSALE ROMANUM, Institutio Generalis, n. 147; S. CONGR. CULTO DIVINO, Instr., Liturgicae instaurationes, n. 4: AAS 62 (1970) p. 698; S. CONGR. SACRAMENTOS Y CULTO DIVINO, Instr., Inaestimabile donum, n. 4: AAS 72 (1980) p. 334.
[132] MISSALE ROMANUM, Institutio Generalis, n. 32.
[133] Ibidem, n. 147; cf. JUAN PABLO II, Carta Encíclica, Ecclesia de Eucharistia, n. 28: AAS 95 (2003) p. 452; cf. también CONGR. SACRAMENTOS Y CULTO DIVINO, Instr., Inaestimabile donum, n. 4: AAS 72 (1980) pp. 334-335.
[134] JUAN PABLO II, Carta Encíclica, Ecclesia de Eucharistia, n. 39: AAS 95 (2003) p. 459.
[135] Cf. S. CONGR. CULTO DIVINO, Instr., Liturgicae instaurationes, n. 2b: AAS 62 (1970) p. 696.
[136] Cf. MISSALE ROMANUM, Institutio Generalis, nn. 356-362.
[137] Cf. CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Const. sobre la s. Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 51.
[138] MISSALE ROMANUM, Institutio Generalis, n. 57; cf. JUAN PABLO II, Carta Apostólica, Vicesimus quintus annus, n. 13: AAS 81 (1989) p. 910; CONGR. DOCTRINA DE LA FE, Declaración sobre la unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, Dominus Iesus, día 6 de agosto del 2000: AAS 92 (2000) pp. 742-765.
[139] MISSALE ROMANUM, Institutio Generalis, n. 60.
[140] Cf. ibidem, nn. 59-60.
[141] Cf. v.gr. RITUALE ROMANUM, ex decreto sacrosancti Oecumenici Concilii Vaticani II renovatum, auctoritate Pauli Pp. VI editum Ioannis Pauli Pp. II cura recognitum: Ordo celebrandi Matrimonium, editio typica altera, día 19 de marzo de 1990, Typis Polyglottis Vaticanis, 1991, n. 125; RITUALE ROMANUM, ex decreto sacrosancti Oecumenici Concilii Vaticani II instauratum, auctoritate Pauli Pp. VI promulgatum: Ordo Unctionis infirmorum eorumque pastoralis curae, editio typica, día 7 de diciembre de 1972, Typis Polyglottis Vaticanis, 1972, n. 72.
[142] Cf. Código de Derecho Canónico, c. 767 § 1.
[143] Cf. MISSALE ROMANUM, Institutio Generalis, n. 66; cf. también Código de Derecho Canónico, c. 6 §§ 1, 2; y c. 767 § 1, a lo que se refiere también la ya citada CONGR. CLERO y otras, Instr., Ecclesiae de mysterio, Disposiciones Prácticas, art. 3 § 1: AAS 89 (1997) p. 865.
[144] MISSALE ROMANUM, Institutio Generalis, n. 66; cf. también Código de Derecho Canónico, c. 767 § 1.
[145] Cf. CONGR. CLERO y otras, Instr., Ecclesiae de mysterio, Disposiciones Prácticas, art. 3 § 1: AAS 89 (1997) p. 865; cf. también Código de Derecho Canónico, c. 6 §§ 1, 2; PONT. COMISIÓN PARA LA INTERP. AUTÉNTICA DEL COD. DER. CANÓNICO, Respuesta ad propositum dubium, día 20 de junio de 1987: AAS 79 (1987) p. 1249.
[146] Cf. CONGR. CLERO y otras, Instr., Ecclesiae de mysterio, Disposiciones Prácticas, art. 3 § 1: AAS 89 (1997) pp. 864-865.
[147] Cf. CONCILIO ECUMÉNICO TRIDENTINO, Sesión XXII, día 17 de septiembre de 1562, De Ss. Missae Sacrificio, cap. 8: DS 1749; MISSALE ROMANUM, Institutio Generalis, n. 65.
[148] Cf. JUAN PABLO II, Alocución a los Obispos de los Estados Unidos de América, venidos a Roma en visita «ad limina Apostolorum», día 28 de mayo de 1993, n. 2: AAS 86 (1994) p. 330.
[149] Cf. Código de Derecho Canónico, c. 386 § 1.
APÉNDICE CUARTO
FORO
LA SAGRADA ESCRITURA EN LA HOMILIA
ALGUNOS PUNTOS PARA INTERCAMBIAR EXPERIENCIAS E INFORMACIONES
Los grupos harán bien en nombrar un secretario que pueda exponer en un plenario lo conversado en los grupos. Comenzar eligiendo en grupo el o los puntos que interese(n) más entre los siguientes (u otros).
1) SOBRE LA RECEPCION DE LA ESCRITURA ANTES DE Y DURANTE LA HOMILIA
a) Sobre la recepción de las lecturas mismas
Intercambio de impresiones y experiencias sobre la recepción de la Sagrada Escritura por parte de los fieles. Cómo es la proclamación misma del texto bíblico en la liturgia. Nuestros lectores. Experiencias sobre su formación para el lectorado. Calidad de la proclamación. Si se tiene en cuenta su nivel y se lo eleva o mejora cuando es necesario Si está a tono con la dignidad de la Palabra de Dios.
La amplificación del templo: ¿permite que la palabra llegue realmente clara a todos?
Capacidad de los fieles para registrar y retener lo leído hasta la homilía. ¿Basta la monición introductoria a cada lectura? ¿Sería posible y útil intercalar tras cada lectura un breve comentario que tendiera líneas hacia el tratamiento que se hará en la homilía? ¿Qué dicen los liturgistas de una homilía que comenzase diciendo algo breve luego de cada lectura y culminase después del Evangelio?
b) Sobre la recepción de la Homilía “scripto-céntrica”
Recepción. Resistencias. Interés – desinterés. Diversidad de grupos y reacciones.
¿Hay “retorno” por parte de los fieles acerca de lo dicho y explicado en la Homilía?
¿Hay grupos identificables que manifiestan interés o desinterés por las Escrituras?
¿Hay actitudes de los fieles que inhiben al sacerdote para explicar las Sagradas Escrituras en la Homilía? Si las hay ¿qué se hace y qué hay que hacer ante ellas?
2) SOBRE LA PREPARACIÓN DEL ASPECTO ESCRITURÍSTICO DE LA HOMILÍA
a) ¿Qué cosas me han ayudado más y cuáles me han impedido la preparación mediante el
estudio, la meditación y la oración? ¿Qué medios me han resultado eficaces para vencer los impedimentos?
b) Preparación remota: ¿Hay comentarios bíblicos o otras obras que me ayudan al estudio y
meditación de la Escritura y a la preparación remota para la predicación que es el cultivo del propio espíritu de fe?
c) Preparación próxima: ¿Qué revistas, libros, colecciones de Homilías dominicales uso, o me ayudan más para la preparación próxima de los aspectos bíblicos de la homilía dominical y/o diaria?
3) SOBRE LA PREDICACIÓN MISMA
Las actitudes y sentimientos del predicador: deseo, gozo, consolación, inspiraciones, frutos, luces, temores, desconformidad, sentimiento de impotencia, acedia, desánimo, desilusión, rutina. La impreparación, la improvisación, sus causas, sus efectos.
4) LA FORMACION ESCRITURÍSTICA RECIBIDA, EVALUADA DESDE LA HOMILETICA
La formación bíblica recibida; los comentarios bíblicos; las obras exegéticas, las revistas y otras ayudas ¿me resultaron útiles?
¿Estoy satisfecho con lo recibido en los cursos de seminario y lecturas? ¿Hay algo que mejoraría? ¿Algo que omitiría? ¿Algo que agregaría?
¿Tendría alguna sugerencia que hacer a los profesores de Sagrada Escritura y a los exegetas de la Iglesia desde mi experiencia de predicador? ¿Algo que sugerir a mi obispo para la formación de las nuevas generaciones de presbíteros?