Teología de la liberación

REVELACIÓN, INTERPRETACIÓN BÍBLICA Y TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN

Primera Parte: RELEVANCIA LIBERADORA DE LA REVELACIÓN

Estudio publicado en: Perspectiva Teologica (Sâo Leopoldo) 10(1978) Nº 20, pp.
31-95.
Republicado en: Documentación Celam (Bogotá) 3 (1978) Nº 16-17, pp. 401-464
Republicado en Vida Pastoral, (Montevideo) (Enero Febrero 1979) Nº 72, págs. 39-57
y (Julio Agosto 1979) Nº 75, págs. 234-272

Sintesis

Una teología católica de la liberación no puede hacerse de espaldas a la revelación cristiana y al magisterio.
La hermenéutica bíblica que practican algunos autores de la Teología de la Liberación no se ajusta a las normas de la constitución Dei Verbum. Este documento conciliar es el gran ausente en sus obras. Esta prescindencia es significativa.
En las actitudes ante la Escritura y en la hermenéutica que se practica, se proyectan y reflejan, ya sea en forma de instrumentalizaciones ya sea en forma de desinterés o indiferencia, actitudes teológicas y religiosas fundamentales.
Ellas permiten ubicar el tronco o familia ideológica a la que pertenece el discurso de estos teólogos de la liberación. Ubicarlos dentro de esa corriente de la historia del pensamiento, será el objeto de la segunda parte de este estudio
Summary
This article has two parts. The first one explores the hermeneutic views of the Constitution Dei Verbum that seems to be strong enough to found the catholic theology on the solid interpretations of the Scriptures. The second part looks into history, since the Illustration up to our days to find out the use of the Scripture made by Kant, Strauss, Renan, Engels, Kautsky and Clévenot. These authors bring forth paradigmatic examples of an use of the biblical texts through the context of the Revelation.
Both parts form an axis of the descriptive coordinates (one is positive, the other is negative) that permit us to locate the essays and concrete currents of the theology of liberation, giving a special attention to its exegetic habits. The author founds, in this way his hermeneutic and exegetic dissent with the socio-politic-theological wing of the theology of liberation, pointed out already in 1973 by Monseñor Lopez Trujillo, that, in the meanwhile, has been defined more clearly. The root of dissent is of a theological an doctrinal order and situated at the level of the doctrine of the Revelation and of its freeing relevance; and in the same way based on the being in force of the facts and data of the Revelation as the principles of all the theological behavior, not possible to be substituted by data and facts not revealed as starting points of the theology. The familiar flavor of the foresaid socio-political wing of the theology of liberation makes it like the humanistic currents of the rationalistic philanthropy, either in its western current: liberal-naturalistic, or in its eastern current: material collectivistic. The result is a curious combination of methods an affects of liberalism and neoliberalism, with the language of marxism, but in its total inserted in the humanistic key. The author suspects that the philanthropic uneasiness met in the authors of this current may be used as a way to oppress the concrete faithful, while the talk about the liberation of the abstract man is going on.

CONTENIDO

1. Teología de la liberación del Concilio Vaticano II
1.1 Dei Verbum: Clave hermenéutica de la Teología Conciliar.
1.1.1 Relevancia de la Revelación según Juan XXIII.
1.1.2 Relevancia de la Revelación según Pablo VI.
1.1.3 Relevancia de la Revelación según Medellín.
1.2 Libertad para creer.
1.3.1 Los órganos de la Revelación.
1.3.2 La Iglesia concreta como órgano de la Revelación.
2. Hermenéutica y exégesis bíblica del Concilio Vaticano II: La Escritura en el contexto de la Revelación y de la Iglesia.
2.1 La Escritura en su estructura.
2.2 Una hermenéutica libre y liberadora para una teología de la liberación.
2.3 La Escritura: ni un rayo ni un zapallo.
2.4.1 Biblia o Sagrada Escritura: Un texto y dos autores.
2.4.2 El hagiógrafo es un hombre.
2.4.3 Con el mismo Espíritu
NOTAS.

Teología de la liberación del Concilio Vaticano II

Una teología católica de la liberación no puede hacerse de espaldas al Concilio Vaticano II. Ignorar ese hecho histórico eclesial, denotaría que se está ignorando la densidad histórica de la Iglesia no sólo en su diálogo con el mundo, sino en su acción sobre él, desde dentro de él y como parte del mismo. No basta ornar el discurso con algunas frases entresacadas de la Lumen Gentium o, con mayor frecuencia, de la Gaudium es Spes.

Hay que notar en muchos escritos de TL la ausencia (¿significativa?) de referencias a la Constitución Dei Verbum. Ya el Mensaje de los Padre Conciliares a todos los hombres (21 oct. 1962) – también muy poco citado – establece en forma programática el sentido de la proclamación del Mensaje de la Revelación, hecho por la Iglesia en forma positiva y no condenatoria, ante dos problemas muy reales y concretos: la paz entre los pueblos y la justicia social.
Este Mensaje constituye una solemne confesión de fe en la eficacia del Mensaje de Revelación que la Iglesia detenta – y de su proclamación por el Concilio – para que “la vida del hombre llegue a ser más humana”.


1.1 Dei Verbum: Clave hermenéutica de la Teología Conciliar.

La Constitución Dei Verbum sobre la Divina Revelación, es el documento que ocupó más largamente a los Padres Conciliares (3 años), de modo que en su gestación se refleja fielmente el proceso histórico del Concilio. Pero es además en la intención de los Padres Conciliares como Proemio y clave interpretativa de todo el Concilio: “haec Constitutio quodammodo est prima omnium Constitutionum huius Concilii, ita ut eius Proemium omnia quodammodo introducat”. (1)

Los demás documentos conciliares no se entienden sin referirlos a esta situación prioritaria de la Revelación, punto de partida y clave de bóveda de toda la teología conciliar en su doble pero inseparable vertiente dogmático-pastoral, o teórico-práctica, y ortodoxo-práctica. Lo que el Vaticano II nos dice sobre la Revelación “deja intacto lo que enseñó el Concilio Vaticano I, agregando una explicitación acerca de la revelación activa en toda la economía de la salvación”. (2) Explicitando mejor la interrelación entre doctrina y pastoral, de la cual ha logrado una conciencia más aguda y refleja. El Vaticano II formula mejor lo que todos los concilios hacían aunque no lo dijeran tan claro. No sería por lo tanto exacto oponer este concilio a sus antecesores, como si éste fuera pastoral y los anteriores dogmáticos. (3) Si hay algo característico del Vaticano II, en su aguda conciencia del valor eminentemente práctico del dogma: no hay mejor praxis que una buena doctrina. Su aguda conciencia de la relevancia de la Revelación. Concebida ésta –eso si – no como un corpus doctrinal aerolítico, sino como una fuente viva abierta en el costado de Cristo y de la Iglesia, cuyas aguas dispensa la Iglesia a todas y cada una de las edades de la historia.

Esta convicción acerca de la relevancia perenne de la Revelación objetiva y activa, que tan bien expresa el Concilio, se encuentra también claramente expresada: 1) por Juan XXIII en el acto de convocar e inaugurar el Concilio; 2) por Pablo VI en los actos de proseguirlo y clausurarlo; 3) por Medellín en su intento de aplicarlo – maduro y laborioso esfuerzo de la Iglesia en Latinoamérica en un pionero gesto de fidelidad y docilidad – a la situación concreta del continente.

1.1.1 Relevancia de la Revelación según Juan XXIII.

A lo largo de todo su discurso inaugural del Concilio,(4) Juan XXIII insiste en el doble aspecto de la Revelación objetiva y activa: depósito y ministerio; custodia y enseñanza; recuerdo de la doctrina y mirada lúcida al tiempo presente; búsqueda del Reino y aprecio de la añadidura sin conceder nada a la reinversión de este orden; reconocimiento de los avances del ingenio humano y de la necesidad de la adoración.

“Lo que principalmente atañe al Concilio ecuménico es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz”. A esta feliz formulación volverá a referirse citándola Pablo VI en sus discursos.

“Tal doctrina comprende al hombre entero, compuesto de alma y cuerpo, al cual, como peregrino que es sobre la tierra, le enseña que debe aspirar al cielo. Esto demuestra que se debe ordenar nuestra vida mortal de modo que, cumpliendo nuestros deberes de ciudadanos de la tierra y del cielo, consigamos el fin establecido por Dios. Lo cual quiere decir que todos los hombres, particularmente considerados o socialmente reunidos, tienen el deber de tender sin tregua, durante toda su vida, a conseguir los bienes celestiales y a usar, llevados de este solo fin, los bienes terrenos, sin que el empleo de los mismos comprometa la felicidad eterna”. La doctrina de la Revelación orienta la vida humana fijando sus metas últimas y por lo tanto orientadoras de todas las finalidades inmediatas, por urgentes y perentorias que puedan presentarse.

Del Concilio se espera, por cuanto a doctrina se refiere: “trasmitir la doctrina pura e íntegra, sin atenuaciones, que durante veinte siglos, a pesar de dificultades y luchas, se ha convertido en patrimonio común de los hombres; patrimonio que aunque no haya sido recibido gratamente por todos, constituye una riqueza para todos los hombres de buena voluntad”. Ese patrimonio que la Iglesia con su paciencia y sus luchas ha conquistado y conservado para la humanidad, convierte en test de la buena voluntad de los hombres, según lo reciban o lo rechacen.

Juan XXIII insiste en que el modo que tiene la Iglesia de custodiar ese depósito revelado no es la tenencia pasiva, sino su administración adaptada y eficaz a cada época y a cada tiempo: “en la adhesión renovada, serena y tranquila, a todas las enseñanzas de la Iglesia, en su integridad y precisión, como todavía aparecen en las actas conciliares de Trento y sobre todo del Vaticano I, el espíritu cristiano, católico y apostólico, de todos espera que se dé un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación a las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y poniéndola en conformidad con los métodos de la investigación y con la expresión literaria que exigen los métodos actuales. Una cosa es la sustancia del “depositum fidei”, es decir, de las verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y otra la manera como se expresa”.

La distinción que establece y subraya Juan XXIII en esta última frase más que separar ambas cosas, ilustra su relación recíproca indestructible: la fidelidad en la custodia del depósito no puede separar-se de la fidelidad en dispensarlo eficazmente. La Iglesia lo detenta entregándolo y para entregarlo. De ahí el énfasis en la manera cómo se expresa: “En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que de la severidad”...”piensa – notemos la intrepidez con que Juan XXIII se hace intérprete del pensamiento íntimo de la Iglesia – que hay que remediar a los necesitados mostrándoles la validez de su doctrina sagrada (“suae doctrinae vim uberius explicando”)”. La Doctrina y su Fuerza son inseparables, pero el énfasis eclesial debe caer en el Vaticano II en la demostración de la fuerza de la doctrina. En otras palabras: en la relevancia de la Revelación.

La exposición positiva de la misma, más que la condenación de actitudes y doctrinas. He ahí el método propugnado por Juan XXIII. El Pontífice ha husmeado en nuestra época una disposición que inclina a los hombres a advertir y condenar por sí mismos los amargos deletéreos frutos de esos errores. Proclividad a condenar que juega en favor de la Iglesia cuando delata a los verdaderos males y sus efectos. Pero de la cual la Iglesia cree oportuno distanciarse en su práctica para combatir las desviaciones de la misma: una inclinación a la acusación amarga e indiscriminada, a la crítica despiadada, que no perdona a la Iglesia y que parecen necesita afirmarse en la oposición y el hostigamiento, siendo capaz de crear divisiones donde no las hay. Por eso la Iglesia quiere mostrarse como ejemplo de “madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y bondad”. Medio tanto más luminosos cuanto ausente de la enrarecida atmósfera del mundo al que la Iglesia se dirige.

Pero esa bondad de la Iglesia no puede soslayar su deber de presentar positivamente la Revelación, arrastrada por la debilidad de condescender con las preocupaciones exclusivas y miopes por los solos bienes terrenos, como si estos fueran alcanzables y se pudieran consolidar o conservar prescindiendo o desentendiéndose de la Verdad de la Revelación, como Pilatos.

Al proponer esta Revelación, insiste Juan XXIII al encuentro de tenaces acusaciones, la Iglesia no busca sus propios fines, sino el bien de la Humanidad: “la solicitud de la Iglesia en promover y defender la Verdad, deriva del hecho de que, según el designio de Dios, el cual quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, no pueden los hombres, sin ayuda de toda la doctrina revelada, conseguir una completa y firme unidad de ánimo a la que están ligadas la verdadera paz y la salvación eterna”. La Revelación es por lo tanto, no sólo relevante, sino imprescindible para el íntegro bien del hombre. No lo esclaviza con impedimentos, lo libera de ellos para alcanzar las metas ultimas y también las intermedias.

El discurso de Juan XXIII trasunta además ubicuamente, su convicción de que los males que padece la Humanidad vienen de la ignorancia o del rechazo de la Revelación, que lo llevan a hacerse una falsa idea – por lo incompleta – del bien del hombre y de los medios conducentes al mismo. El verdadero bien del hombre y de la sociedad, no se conoce al margen de la Revelación (objetiva) ni se alcanza prescindiendo de la Iglesia que la trasmite (Revelación activa). Poner al alcance del mundo la Revelación de manera accesible y adaptada, pero a la vez sin mutilación ni disimulo demagógico de su escandalosa totalidad, es el sagrado deber y la ardua tarea que Juan XXIII puso por delante a los pastores que convocó el Concilio.

1.1.2 Relevancia de la Revelación según Pablo VI.

En el discurso de apertura de la Segunda Sesión (5) “preludio no solamente de este Concilio, sino también de nuestro Pontificado”, Pablo VI coloca su programa en continuidad con la doctrina de Juan XXIII que acabamos de analizar y la califica de “voz profética para nuestro siglo” que traza al Concilio “el camino que ha de recorrer”.

Punto de partida, recorrido y meta de este camino es Cristo: “nuestro principio...nuestra vida y nuestra guía...nuestra esperanza y nuestro término”. Y es a partir de este principio que Pablo VI explica los fines del Concilio, reduciéndolos a cuatro puntos: 1) el conocimiento propio o conciencia de la Iglesia; 2) su reforma; 3) la unidad de los cristianos; 4) el diálogo Iglesia-Mundo.

Pablo enfatiza el tema de la Revelación en su contexto eclesial. La Iglesia es una realidad penetrada por la divina presencia. Ello le permite progresar con nuevas y más profundas investigaciones la Verdad vehicula: “la conciencia de la Iglesia se aclarara con la adhesión fidelísima a las palabras y al pensamiento de Cristo, con el recuerdo sagrado de la enseñanza autorizada de la tradición eclesiástica y con la docilidad a la iluminación interior del Espíritu Santo, que parece precisamente querer hoy de la Iglesia que haga todo lo posible para ser reconocida verdaderamente tal cual es”.

En esta perspectiva, la Reforma de la Iglesia está al servicio de la credibilidad del Mensaje que aporta: “no es que ...reconozcamos que la Iglesia católica de hoy pueda ser acusada de infidelidad sustancial al pensamiento de su divino Fundador”. El Papa que no vacila en confesar las debilidades de la Iglesia, previene aquí contra una inflación de las acusaciones y la autodenigración, que redundan en calumnia de la Iglesia como obra divina. Invita al “reconocimiento profundo de su fidelidad sustancial que la llena de gratitud y humildad y le infunde el valor de corregirse de las imperfecciones que son propias de la humana debilidad”. La Reforma que procura el Concilio no es un cambio radical de la vida presente de la Iglesia, o bien una ruptura con la tradición en lo que ésta tiene de esencial y venerable”.

La misma reafirmación de la Relevancia de la Revelación se desprende del discurso de clausura del Concilio.(6) Pablo VI plantea en él una pregunta que pasa después a responder y termina orientando el postconcilio eclesial por el camino que transitará Medellín.

La pregunta inicial es precisamente acerca de la relevancia religiosa del Concilio: “cuál es el valor religioso de nuestro Concilio”. El Papa explica el sentido del término religioso: “la relación directa con Dios vivo, que es la razón de ser de la Iglesia y de cuanto ella cree, espera y ama, es y hace”.

La respuesta es afirmativa: el Concilio ha cumplido con su misión inicial tal como se la propusiera Juan XXIII y la reconfirmara el mismo Pablo. “Lo más importante en el Concilio ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina se guarde y se proponga de una manera eficaz”.

Esta reafirmación de la validez de la doctrina perenne de la Iglesia provocará – no se le escapa el hecho a Pablo VI – una reacción de rechazo: “La concepción teocéntrica y teológica del hombre y del universo, como desafiando la acusación de anacronismo y de extrañeza, se ha erguido en este Concilio en medio de la Humanidad, con pretensiones que el juicio del mundo calificará primero de insensatez”.

Pablo VI comprueba el choque inevitable de “religión del Dios que se ha hecho Hombre, con la religión del hombre que se hace Dios”. Pero no ha sido la Iglesia la que ha chocado, sino que se ha inclinado como el Samaritano sobre el hombre herido, también sobre el herido de hostilidad hacia la Iglesia, y reclama para sí el mérito y el reconocimiento de un hecho: “también nosotros – y más que nadie – somos promotores del hombre. Toda la riqueza doctrinal de la Iglesia se vuelca en una única dirección: servir al hombre”. En este servicio la Iglesia no ha desviado su atención hacia la dirección antropocentrista de la cultura moderna. Volviéndose al hombre, no se ha desviado de Dios.

Todo este pasaje del discurso es un ardiente alegato a favor de la relevancia de la Iglesia y de su Mensaje para el Hombre: “la religión católica se manifiesta como la vida de la Humanidad”. Lo es “por la interpretación, finalmente exacta y sublime que nuestra religión da del hombre, al hombre verdadero, al hombre integral, es necesario conocer a Dios”.

Un alegato que se completa con una exhortación a la Iglesia: “volverse con amor hacia el hombre”, para conocer a Dios es necesario conocer al hombre”. Se trata de ese conocimiento que viene de guardar el mandamiento de Cristo en el que Dios se revela como vuelto y volcado hacia los hombres con apasionado y celoso amor. Si la Iglesia no descubriera y reprodujera en sí misma este rasgo divino, en vano proclamaría conocer a Dios.

Si en algún lugar de los documentos conciliares es posible señalar algo parecido a un círculo hermenéutico, es en este pasaje central del discurso de Pablo VI. El conocimiento de Dios por la Revelación es para la Iglesia el punto de partida para conocer al hombre, en su grandeza y miseria, como objeto del amor divino. Y enviada al hombre para su salvación, la Iglesia ha de ir buscarlo en su situación real, partiendo de él, para alcanzar a Dios como sólo se puede alcanzar obedeciéndole. En esta obediencia está la libertad del Hijo y de la Iglesia.


1.1.3 Relevancia de la Revelación según Medellín.

Pablo VI concluía su discurso de Clausura declarando terminado el Concilio pero inaugurando una etapa: “comienzo de la renovación humana y religiosa que él se ha propuesto estudiar y promover”. Se cerraba el programa de trabajo conciliar y se inauguraba un programa de realización.

La Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano reunida en Medellín (7) se reconoce a sí misma como ensayado una respuesta al programa inaugurado por Pablo VI. En su Introducción a todos los Documentos define su programa con frases tomadas del discurso de clausura que hemos analizado. La Conferencia de Medellín, a imitación del Concilio, proclama que “sitúa al hombre en el centro de su atención”. Y como Pablo VI, tomando incluso sus palabras, advierte que haciéndolo, no se ha “desviado” de la Revelación, sino que se “ha vuelto” al hombre, recordando que “para conocer a Dios es necesario conocer al hombre”, pero sin olvidar que “Cristo es aquél a quien se manifiesta el misterio del hombre”. Frase ésta que equivale al pensamiento de Pablo VI: “para conocer al hombre es necesario conocer a Dios”.

Medellín reproduce los pasos teológicos del Concilio, de Juan XXIII y de Pablo VI: iluminar el momento histórico con la Palabra Revelada, ponerse a sí mismo a la luz de la Palabra, para tomara conciencia más profunda del servicio que le corresponde prestar en este momento. Para proponer de una manera eficaz al hombre concreto el sagrado depósito de la doctrina cristiana.

1.2 Libertad para creer.

La Revelación de Dios, clave de bóveda del pensamiento conciliar y del programa eclesial, ha sido objeto de la Constitución Dogmática Dei Verbum. El Concilio ha subrayado en este documento el hecho de que la Revelación de Dios pone en juego la libertad del Hombre: cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse en la fe, y en esta obediencia de la fe el hombre se entrega entero y libremente a Dios, ofreciéndole el homenaje total de su entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo que Dios revela (DV 5), con obras y palabras (DV 2), y plenamente con las palabras y obras de su Hijo, cuya finalidad es liberarnos del pecado y de la muerte y resucitarnos a una vida eterna (DV 4).

La Fe es por lo tanto, en al teología Conciliar, el principio y el analogado principal de la libertad humana, la cual consiste en obedecer a Dios que se le revela en Cristo.

La raigambre netamente bíblica de esta afirmación es peculiarmente clara en las expresiones juaninas. Para San Juan, la libertad de Jesús consiste en su dependencia del Padre en cuanto es su Hijo; la libertad del creyente, es la filiación a la que accede por la fe en Jesús en su palabra, donde dicha revelación fructifica liberando, o sea trasladándonos de la condición de siervos a la de Hijos libres.(8)

Por la Revelación de Dios, es el hombre descubre que su destino y su vocación es entrar en relación con el Dios que se le manifiesta en Cristo. Consecuentemente, la libertad del hombre será la posibilidad de alcanzar su destino. La opresión, por el contrario, consistirá en lo que le impida realizar su destino. La libertad del hombre se revela como Cristo-referida: libertad para Cristo u opresión para Cristo.

Puesto que el hombre entra en camino de lograr su destino mediante el acceso a la fe y la participación en al relación privilegiada del Hijo con su Padre. Será opresor lo que dificulte, lo que impida el acceso a la fe.

Desde este principio, usado como parámetro supremo, la Iglesia diagnostica las situaciones del Mundo y discierne los signos de los tiempos y los signos de Dios. Como la Iglesia de los Hechos de los Apóstoles, la Iglesia del Vaticano II no infiere desde conceptos a priori, sino desde los hechos: donde surge la fe en Jesús, allí ha tenido lugar la obra liberadora del Espíritu Santo. Donde está la fe en Jesús, allí está el Espíritu y donde está el Espíritu, allí está la libertad (2 Cor. 3,17)

De ahí el empeño conciliar en quitar todo impedimento que pueda provenir del modo eclesial de promulgar el Mensaje. El Concilio Vaticano II es un gigantesco esfuerzo eclesial hacia formas liberadoras de presentación del Mensaje. Pero implica la clarísima conciencia y profesión de dos hechos: 1) es cierto que le Iglesia puede a veces presentar el Mensaje de Revelación en forma menos eficaz y que por lo tanto su labor debe ser continuamente revisada; 2) pero la Iglesia refirma su convicción de que el Mensaje de Revelación del cual es portadora es un Mensaje relevante para la verdadera y efectiva liberación del hombre y la sociedad.

1.3.1 Los órganos de la Revelación.

De la Doctrina contenida en la Constitución Dei Verbum acerca de la liberación por la obediencia de la fe al Dios que se revela en Jesús, se siguen lógicamente las otras partes de la Constitución: acerca de la Sagrada Escritura y la Tradición eclesial como único e inseparable depósito de Revelación, trasmitido e interpretado fielmente por el Magisterio (DV, cap. II, Nos. 7-10). Escritura, Tradición e Iglesia: Magisterio-fieles, constituyen una terna liberadora en cuanto permiten al hombre el acceso a la Revelación mediante la liberadora obediencia de la fe.

Desde el capítulo III al VI de la Dei Verbum el Concilio desarrolla una doctrina hermenéutica acerca de la interpretación, lectura y uso de la Escritura en el contexto de la Tradición y de la Iglesia. Es lamentable que los escasos intentos de formular una doctrina hermenéutica al servicio de la teología de la liberación no hayan prestado la atención que merecen las pautas interpretativas que ofrece este documento. El núcleo esencial se encuentra concentrado especialmente en los Nos. 11 y 12. El número 11 pone los fundamentos teológicos y el número 12 desarrolla sus implicaciones concretas para el proceso exegético. Se trata de un verdadero programa para liberar el sentido Revelador de los textos sagrados. Los pasajes de la escritura se liberan, y liberan su sentido liberador en el amplio contexto Revelacional que describe la Dei Verbum. O son portadores funcionales de Revelación o pueden convertirse en opresores, por sufrir una manipulación que los desgaja del contexto total de la Revelación: Escritura, Tradición e Iglesia concreta. Tanto el documento de la Comisión Bíblica Sancta Mater Ecclesia – previo a la aprobación de la Dei Verbum, y que ésta retoma en esencia, – como el Discurso de Pablo VI a la Comisión Bíblica (14 de marzo de 1974), confirman y explicitan el Mensaje Conciliar, mirando a la labor específica de los exégetas y los teólogos. Estas pautas Conciliares son la garantía y la salvaguarda de la libertad del exégeta y del teólogo, impidiendo la servidumbre en que – testigo la historia – puede caer la interpretación bíblica desgajada del órgano vivo de la Revelación, sometida al yugo y a la esclavitud de la Razón (que deriva en razón de estado!), de las filosofías (que terminan siendo también justificaciones de intereses políticos), o de las ciencias naturales y humanas (esgrimidas contra el hecho de la Revelación). Dondequiera que el hombre niega la obediencia a la Revelación y pretende sujetar la Revelación al Hombre, se invierte el acontecimiento liberador de la fe y se introduce un estado de esclavitud.

1.3.2 La Iglesia concreta como órgano de la Revelación.

La lógica teológica del Concilio Vaticano pasa armoniosamente del Mensaje a todos los hombres a la Exposición Dogmática de la Divina Revelación. El paso siguiente es igualmente lógico en su teología: la Iglesia portadora de la Revelación se proclama Luz de los Pueblos: Lumen Gentium. No con luz propia sino como trasmisora de la luz de la Revelación manifiesta en Cristo: “Por ser Cristo luz de los Pueblos... este Concilio aspira vehementemente a iluminar a todos los hombres con su luz (la de Cristo) que resplandece en el rostro de la Iglesia” (LG nº 1).

Serena y digna, mansa pero firme, la Iglesia del Vaticano II, sin ceder a la tentación de reivindicaciones polémicas sino en la proclamación humilde de su fe, – obediencia a Dios que debe comandar la actitud ante los hombres, – recupera para Cristo el título y la dignidad de ser Luz de los hombres. Cristo revelador es Cristo iluminador. La Iglesia ofrece de este modo su otra mejilla al programa que significativamente se bautizó a sí mismo como Ilustración, y que más o menos directamente rechazó la fe, la Iglesia y la Revelación como oscurantismo, oponiéndole la claridad y la luz que debía buscarse y encontrarse en la Razón, la Filosofía, las ciencias naturales, históricas y humanas, como productos de un humanismo autónomo (GS, nº 36) que desconfía de la Iglesia y rechaza como opresora a la Revelación y como alienante a la obediencia de la fe.(9)

La Teología eclesial del Concilio Vaticano II es, por lo tanto un punto de referencia insoslayable para orientar a la teología de la liberación. “Todo el bien que el pueblo de Dios puede dar a la familia humana, al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es sacramento universal de salvación (LG nº 15), que manifiesta y al mismo tiempo realiza (= Revelación objetiva y activa) el misterio del amor de Dios al hombre” (GS nº 45). El Concilio proclama que la Iglesia “por medio de cada uno de sus hijos y de la comunidad eclesial entera – (una sociedad organizada por Cristo como unión visible y social en este mundo: LG nº 8, 9, 38; GS nº 40/44) – puede ofrecer una gran ayuda para dar un sentido más humano al hombre y a su historia” (GS 40). Y ello es así gracias a que la Iglesia, esta Iglesia histórica y concreta es portadora de la Revelación de Dios, fin último del hombre: “Como a la Iglesia se ha confiado la manifestación (objetiva y activa!) del misterio de Dios, que es el fin último del hombre, la Iglesia descubre con ello al hombre el sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más profunda acerca del ser humano” (GS 41). Por eso, la Iglesia no procede de manera egoísta al buscar sus propios fines de salvación, sino que al hacerlo sirve a la humanidad “Al buscar su propio fin de salvación, la Iglesia no sólo comunica la vida divina al hombre, sino que además difunde sobre el universo mundo el reflejo de su luz...” (GS 40).

Mirando la Historia de la Iglesia y del Mundo como hermeneuta autorizado, el Concilio Vaticano II reivindica para la Iglesia, en cuanto portadora de la Revelación Divina, no sólo la misión del ilustrar a los hombres, que le fuera tan ardorosamente disputada (10) sino también la de liberarlos. La función de iluminación (Lumen Gentium entera) es tan obvia que excusa el abonarla con citas, aunque no estará demás recordar algún texto particularmente expresivo como GA 40. La virtualidad liberadora (DV 4 y 5; GS 36, 38, 39, 41, 42 realzada incluso por la confesión de GS 43), tan íntimamente vinculada a la anterior, desborda los textos en que aparecen las palabras libertad, liberar, libremente, pues el Concilio es sensible al contenido liberador de otras categorías teológicas como salvación, redención, etc., sin dudar ni dar lugar a una reducción de la libertad humana a las consecuencias políticas o socio-económicas del estado de servidumbre espiritual.

2. Hermenéutica y exégesis bíblica del Concilio Vaticano II: La Escritura en el contexto de la Revelación y de la Iglesia.

2.1 La Escritura en su estructura.

La Hermenéutica Bíblica que propone y describe el Concilio Vaticano II es coherente con su Teología de la Revelación y de la Iglesia como depositaria y agente de la misma. Al custodiar fielmente y trasmitir la Revelación que libera al hombre para la respuesta de fe; la Iglesia es liberadora. Toda ella lo es. No sólo como Magisterio (Mater et Magistra) que interpreta la fuente estructuralmente única – aunque biforme – de la Revelación: Escritura y Tradición; sino también en su totalidad de pueblo de Dios, como comunidad social y visible, parte integral de la sociedad humana. Esta Iglesia portadora de esta Revelación, ofrece en la DV una descripción bastante minuciosa de su hermenéutica bíblica. Dicha descripción, más allá de la multiplicidad de orientaciones de detalle, se articula como un programa hermenéutico unitario que se deja sintetizar en un principio rector: el principio de interpretar la parte en el todo, el texto en el contexto. Contexto no sólo literario, sino humano, cultural, histórico, eclesial, de ayer y hoy. (11)

La Escritura, su totalidad y cada una des sus aportes en ella, es a su vez un miembro de un organismo total de la Revelación, que el Concilio pretende describir en su compleja red de interrelaciones: Dios-Iglesia-Mundo; pasado-presente-futuro; Creación-Revelación-Salvación-Parusía; Escritura-Tradición-Magisterio-Culto-Oración. Por la función que cumple y por la situación que ocupa respecto de cada uno de los miembros del organismo de la Revelación, la Escritura toda (y cada una de sus partes en ella) recibe su sentido. Arrancarla de esta visión teológica total en que la sitúa el Concilio es cerrarse el camino a la verdad de la Escritura, equivale a amputarla de su inserción orgánica haciendo imposible su recta intelección e interpretación.

2.2 Una hermenéutica libre y liberadora para una teología de la liberación.

Si la teología del Vaticano II es un punto de referencia insoslayable para la Teología de la Liberación, la hermenéutica que el Concilio describe y prescribe, es un punto de referencia igualmente ineludible para dicha teología. Ninguna teología y tampoco la de la liberación, procedería honestamente cuajando al margen de la Escritura y buscando luego fundamentos escriturísticos para sus hallazgos. El sano método teológico exige edificar desde el comienzo sobre la base escriturística y mantener un diálogo perenne, impuesto por la naturaleza misma de la economía de la Revelación, con la Escritura y la Tradición y con el Magisterio.

No se puede “usar” la Escritura a posteriori, ni por un a priori, ni a solas. Son normas elementales de autenticidad teológica, que sólo se pueden infringir por falta de competencia o de honestidad metódicas. Y esa infracción, cualquiera sea su causa, violenta el sentido de la Escritura, la esclaviza y reduce a la servidumbre de cualquier clase de deformaciones, mutilaciones o desviaciones. Sobre un texto esclavizado, sólo puede levantarse una teología cautiva, y de ella sólo puede seguirse una praxis pastoral opresora y la servidumbre de la Iglesia.

Así como el hombre obra libremente al obedecer en la fe a la Revelación, así también la Escritura sólo es libre si permanece unida a la Tradición Eclesial. La Iglesia es el espacio de su libertad. Y arrancarla de la Iglesia es – lo que demuestran múltiples intentos, algunos de los cuales recordaremos más adelante – encerrarla en los límites opresores de las más variadas prisiones.

2.3 La Escritura: ni un rayo ni un zapallo.

Por la exposición renovada de la teología de la inspiración y la Verdad de la Escritura, el Vaticano II, nos recuerda que el texto sagrado no es un rayo divino caído del cielo, sin arte ni parte del autor inspirado. Pero también nos advierte que no es un puro producto humano, explicable por factores exclusivamente culturales o por los condicionamientos históricos y socio-económicos.

“La revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo”. Sus libros que la Iglesia tiene por sagrados y canónicos, tienen a Dios como Autor. En su composición Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades, de modo que obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería. Todo lo que estos autores afirman, lo afirma el Espíritu Santo. Por lo tanto estos libros enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra (DV 11).

En la génesis del texto sagrado hay un caso particular del libre concurso de Dios y el hombre, de la gracia divina y la libertad humana, del Espíritu Santo y el hagiógrafo. En mutua compenetración, y dentro del ámbito liberador eclesial, Dios y hombre son co-autores de un único texto que enseña sólida y fielmente, sin error, la verdad que Dios quiso revelarnos para salvación nuestra.

Por otra parte, la Escritura no está ni el comienzo ni en el fin definitivo de la obra de Dios. La Dei Verbum la coloca y articula en un lugar de la historia de la vida de la Revelación y de la Iglesia. La Revelación de Dios consistió en hechos, antes que en Escritos. Los escritos nos guardan el relato y una interpretación divinamente autorizada de los Hechos. Pero además, la Escritura, nacida en y de la Iglesia, ha sido entregada a ella, para que la custodie e interprete “con el mismo Espíritu con que fue escrita” (DV 12).

La Dei Verbum parte del Hecho de la Revelación dirigida a los hombres, sigue con la trasmisión de la misma mediante una tradición llevada por hombres a otros hombres. Al servicio de esta tradición, surge la Escritura, que ha de ser interpretada de manera que haga justicia a su doble carácter: divino-humano. Tradición y Escritura constituyen un único depósito de la Revelación, que ha sido dado en custodia a la Iglesia, constituida por hombres. En todo este plan de la Revelación brilla, como reflejo de la Encarnación, la asunción de lo humano por lo divino. La Inspiración de la Escritura es un caso particular. Pero el acto eclesial de interpretarla “en el mismo Espíritu” no lo es menos.

Toda negación de la Revelación divina y de su modalidad encarnada – en Cristo y en su Cuerpo Eclesial – conduce inevitablemente a una hermenéutica bíblica que explica al texto sólo por el hombre, puesto que no acepta que dicho texto pertenezca a un contexto capaz de explicar al hombre por la Revelación. La exégesis Ilustrada o Iluminista, a despecho de sus aspiraciones de modernidad, no hace más que reproducir un viejo esquema gnóstico de hermenéutica bíblica. Y el último grito de la hermenéutica materialista no hace sino volver a servir fiambre para la cena lo que la Ilustración pasó caliente en el ardor del mediodía revolucionario del Siglo XVIII. En esa dieta hay un mismo defecto carencial: el rechazo del Espíritu Santo como autor del Texto; el rechazo de la Iglesia como portadora e intérprete, mediante la Tradición y el Magisterio, del mensaje espiritual de la Escritura.

2.4.1 Biblia o Sagrada Escritura: Un texto y dos autores.

El Concilio Vaticano II mantiene la preferencia católica por el nombre de Sagrada Escritura. El nombre Biblia lo prefieren las Iglesias protestantes. En el uso católico se refleja precisamente la teología de la inspiración como co-autoría divino-humana. No se trata de un mero texto escrito por un autor solo, sino de un texto sagrado, en el que tienen parte por igual lo humano y lo divino coadunados.

El programa de hermenéutica-bíblica católica que propone la Dei Verbum en coherencia con esta teología, trata de hacer justicia a ambas vertientes del texto. Puesto que “Dios habla en la Escritura por medio de los hombres y en lenguaje humano; el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar a conocer con dichas palabras” (DV 12).
Pero el intérprete no llega a un texto leído y descubierto por primera vez, ni a un texto aislado. Encuentra esta Escritura esta Escritura en la Iglesia que es portadora de una tradición viva acerca de los mismos hechos y ha de tener en cuenta el contexto de toda la Escritura y cuando se trata de Antiguo y Nuevo Testamento, no podrá olvidar lo que el Espíritu ha enseñado a la Iglesia acerca de la interpretación del uno por el otro, a la luz definitiva de Cristo.

En su texto, el interprete no encuentra sólo la acción puntual en el tiempo de un hombre y el Espíritu de Dios, sino que encuentra entrecruzadas todas las dimensiones pasadas y presentes de la acción de Dios revelándose a los hombres por medio de la Iglesia.

De esa complejidad de planos que se entrecruzan en el texto y en su interpretación derivan las normas de interpretación para una lectura en Iglesia y para la Iglesia.

La Iglesia podría ir muy lejos en su condescendencia y aceptar (como lo hace con otros aspectos provenientes del componente humano) una componente ideológica en la obra del autor humano del texto sagrado. Pero nunca tan lejos como para explicar la totalidad por esa componente. El texto no se puede reducir a una ideología y ésta es incapaz de explicar la plusvalía de sentido espiritual de un texto sagrado. Más aún, así como el texto no se explica ni se interpreta sólo por los géneros literarios, ni por los modos de decir, ni por las ideas del tiempo, sino que los desborda muchas veces y los corrige otras al valerse de ellos, de la misma manera, un análisis verdaderamente científico del componente ideológico mostraría cómo se iluminan y corrigen las ideologías por la luz que viene de Cristo y del Espíritu. Decimos análisis verdaderamente científico, para distinguirlo de aquellos análisis que excluyen de antemano la dimensión divina por prejuicios filosóficos. Y quedando además a la espera de que se demuestre la existencia de ese componente ideológico como una realidad objetiva y no como una proyección hipotética de postulados materialistas.

La Iglesia estará siempre generosamente dispuesta y religiosamente obligada a derramar la luz de Cristo sobre todo lo humano, también sobre las ideologías, tanto las que Marx denuncia como aquella en la que incurre, para que también ellas sean liberadas por Cristo: al cual todo le fue sometido por el Padre, también las ideologías. El cual, desde su universal señorío, juzga sobre todas las potestades – aún la de las ideas y las ideológicas – no siendo juzgado por ninguna.

Para esta confesión de fe, sin embargo, es necesario recibir la gracia liberadora del Espíritu que nos permite decir: Jesús es el Señor, no sólo con los labios, sino desde la fe del corazón. Sin esa gracia liberadora, el hombre permanece en el estado de opresión a que somete al espíritu humano el príncipe de este mundo. Ciertamente no viene del espíritu de Dios ningún anatema contra Cristo, tampoco el que condena su señorío en nombre de una idea o de una ideología, ni el que pretende someter a juicio al que es Juez, ni el que pretende someter su dominación a la dominación de ideas o ideologías, productos humanos como todo ídolo.

2.4.2 El hagiógrafo es un hombre.

El principio de totalidad que rige la hermenéutica teológica y bíblica del Vaticano II no elude en diversas ocasiones recordar que Cristo fue un hombre, que la Iglesia está formada de hombres, y – caso particular – que el hagiógrafo es un hombre. Verdad en apariencia obvia y que parece innecesario recalcar. La experiencia muestra todo lo contrario. Parecería que por la adhesión a la Revelación y la fe, los cristianos perdieran derechos humanos fundamentales que se reconocen a cualquier otro individuo de la raza. Los más encendidos cultores de la fraternidad universal, los campeones de la filantropía, los sacerdotes de la religión positivista, los profetas del mesianismo colectivista y comunitario, han cultivado un recelo sectario y un afecto anticristiano contradictorio con sus principios. Aún cuando la Iglesia reconoce las faltas de sus miembros, no puede menos de reconocer que – a semejanza de su Maestro – sigue siendo objeto de una discriminación injusta y misteriosa, que la envuelve en una comunidad de destino con el Hombre – Dios y le permite lamentarse “oderunt me gratis” (“peregrina entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios” LG 8).

Solidarios de la Ley de encarnación, los hagiógrafos inspirados, fueron respetados en su integridad humana por el Espíritu Santo, y liberados por El de todo lo que en su tiempo y cultura se oponía a la manifestación de la luz de Cristo. De ahí la primera vertiente de normas exegéticas, que prescriben tomar en serio la densidad humana e histórica del hagiógrafo, su intención y su obra, su lenguaje y modos de decir, su tiempo y su cultura. El Concilio Vaticano II recoge la experiencia secular que nos muestra cuánta violencia al texto y al autor es posible hacer en nombre de la crítica histórica y científica, de los métodos exegéticos y lingüísticos, cuando éstos vehículan prejuicios filosóficos hostiles, que no respetan los hechos de la Revelación Encarnada en Cristo y confiada a una Iglesia de hombres, que es parte de la Humanidad.

2.4.3 Con el mismo Espíritu

En segundo lugar por razón metódica, pero en el primero de importancia, desarrolla la Constitución Dei Verbum en el mismo Nº 12, las implicaciones hermenéuticas de la Inspiración divina de la Sagrada Escritura en cuanto obra del Espíritu Santo.

La clave de bóveda de esta hermenéutica del Espíritu-Revelador, es la interpretación de toda la Escritura como un discurso revelador de Cristo. El principio de totalidad, se especifica aquí en tres niveles: 1º) totalidad y unidad de toda la Escritura que se explicitará en la DV 14-17; 2º) Escritura y Tradición como depósito único e indivisible de la Revelación; 3º) Contexto total de la fe eclesial. Extrapolar la Sagrada Escritura de cualquiera de esos niveles de totalidad es arrancarla a la intención del Espíritu Santo, autor suyo, violentando su significación.

La historia enseña que cuando se siente necesidad de arrancar la Escritura de su contexto vital, la violencia que se hace a su sentido textual y a la intención de su autor humano va acompañada de un rechazo proporcionalmente violento del autor divino o de la Iglesia católica como obra suya y portadora de su Palabra. En las actitudes ante la Escritura se proyectan y reflejan, ya sea en forma de torvas instrumentalizaciones ya sea en forma de desinterés o indiferencia, las actitudes religiosas fundamentales.

NOTAS.

(1) DOCUMENTA CONCILII VATICANI II, DE DIVINA REVELATIONE, pág. 106. (Se trata de los Documentos editados para uso privado de los Padres Conciliares).

(2) Ibid p. 9

(3) Para un estudio comparativo de la relación entre lo doctrinal y lo pastoral en los tres últimos Concilios véase: Vaticano II ¿Concilio Doctrinal? – Una reflexión en el Centenario del Vaticano I en: Perspectiva Teológica 2 (1970) 169-182

(4) Juan XXIII, Discurso en la Sesión Inaugural del Concilio Vaticano II, el 11 de octubre de 1962, AAS 54 (1962) 786-796.

(5) Pablo VI, Discurso de Apertura de la Segunda Sesión, el 29 de setiembre de 1963, AAS 55 (1963) 841-859.

(6) Pablo VI, Alocución en la Sesión de Clausura del Concilio, el 7 de diciembre de 1965, AAS 58 (1966) 51-59.

(7) IIª Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Medellín, Agosto-Septiembre 1968, Introducción a todos los Documentos (Ed. Centro Nal. de Medios de Comunicación, p. 15)

(8) José O. Tuñi Vancells. La Verdad os hará Libres, Jn. 8,32. Liberación y libertad del creyente en el cuarto evangelio. Ed. Herder, Barcelona 1973. Cfr. en especial pp. 99-101 y 202-211.

(9) Cuando el Vaticano II proclama su conciencia y su deseo de seguir sobre las huellas de los Concilios Tridentino y Vaticano I, no lo hace por mera fórmula, sino por íntima y sincera convicción de obrar en continuidad con el pasado eclesial y en diálogo con un mundo que tampoco comenzó hoy. Su palabra dicha a mitad del s. XX no podría comprenderse olvidando o negando el pasado eclesial, ni cerrando los ojos a la continuidad de una misma historia de la Humanidad y de la Iglesia.

(10) A. Schwarz, E. Hegel, L. Scheffczyck, Art.: Aufklärung en el Lexicon f. Theol. u. Kirche, I, 1056-1066.

(11) Ver: Nicolás Cotugno S.D.B, El Testimonio en el Concilio Vaticano II, Hermenéutica y Perspectiva Teológica (Libro Anual del Instituto Teológico del Uruguay Nº 1), Montevideo 1974. Esta tesis detecta en la teología del Concilio junto al Testimonio divino en el dato revelado, la atención a un testimonio germinal de Dios presente en el mundo y en la historia. Es lo que desde Juan XXIII hasta Medellín se ha venido elaborando como teología de los Signos de los Tiempos, la cual ha sido objeto de un excelente estudio de conjunto: Miguel A. Fiorito S.J. y Daniel Gil S.J., Signos de los Tiempos, Signos de Dios publicado en el Libro Anual del Instituto Teológico del Uruguay Nº2, Montevideo 1975; y con algunas variantes en Stromata (Ciencia y Fe) 32 (1976) 3-95. En la teología de los Signos de los Tiempos se toca el corazón del problema hermenéutico y la tensión entre Revelación-histórica e Historia-reveladora que subyace, con uno u otro acento, en los ensayos de teología de la liberación, como una divisoria de aguas.
Pablo VI ha vuelto a proponer y explicitar estos aspectos en su discurso a la Comisión Bíblica (14 de marzo 1974): “la función hermenéutica que se ha impuesto desde hace un decenio poco más o menos aunándose a la exégesis histórico-literaria, ¿no invita al exegeta a ir más allá de la investigación del puro texto primitivo, y a recordar que es la Iglesia, comunidad viviente, quien “actualiza” su mensaje para el hombre contemporáneo?”

 
 
 
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